miércoles, 27 de agosto de 2014

La matica de café



La matica de café
Por Alfredo Ballester Parra
    En la comarca había muchas como ella. Esta era tímida en extremo. Yo la había visto dos o tres veces, bonita, bien trigueña como su padre, menudita de cuerpo. Decían que era de una familia de curros. Estos curros oriundos de la región de Valencia eran bien prietos, parecían gitanos o árabes. Los españoles se metieron en todas las montañas del oriente del país y fundaron cientos de familias. Los padres eran españoles y los hijos criollos. Muchos se adentraron monte adentro y levantaron con sus espaldas grandes plantaciones de café, trabajaron y ahorraron mucho; mantenían sus formas de vida y costumbres; construyeron grandes y prácticas casas. Los había que llegaron casados muy jóvenes de la madre patria, otros conocieron a su pareja también española aquí, y también los había casados con cubanas. A todos los igualaba una cosa, vinieron a hacer fortuna, muchos la hicieron,  echaron raíces y acá se quedaron, muy pocos regresaron.
    Los españoles que vinieron a América eran ahorrativos y previsores, diferentes al criollo que por idiosincrasia gastaba mucho, no guardaba nada También en común tenían la crianza de las hijas, era un cliché. Las había bonitas, feas, flacas, gordas, pero para todas era igual, la mirada asustadiza como las venaditas del bosque, no se dejaban ver al llegar una visita, mucho menos si ésta era de hombres. Cuando era yo un adolescente pasé unas vacaciones en la casa de una de estas personas, amiga de mi padre, en el valle de Caujerí. Tenían una hija rubia, bonita por cierto, la vi muy pocas veces y eso que vivíamos bajo el mismo techo.
    El padre de esta trigueñita del cuento poseía una buena finca de café. Su madre era cubana, ya acostumbrada al servilismo rural de la época. El viejo tenía un hermano cerca  que tenía muchas más tierras que él. Nos veía pasar, pero no intervenía en nada, sabíamos que no le gustábamos, tal vez olía ya algo. La muchacha simpatizaba con los rebeldes, cosía a escondidas brazaletes y pañoletas con los colores del 26 de Julio y nos las enviaba con una de las recogedoras de café de la finca. De alguna forma el hombre se enteró y se lo prohibió. Sabe Dios por qué, por cuáles circunstancias, ni lo que pasó por la mente de aquella niña de 15 ó16 años, nunca lo sabremos, lo cierto es que un día decidió quitarse la vida.
    Esa mañana Amel Escalante y yo estábamos en el hospital de Soledad y vinieron con la noticia que la hija de fulano de tal había aparecido ahorcada, no se sabía cómo, en una matica de café. No había nadie a quien mandar y fuimos nosotros dos a investigar lo ocurrido. Amel había cursado el primer año de Medicina. Después de casi una hora de marcha a caballo llegamos a la hacienda. Era un gran caserón de madera con un cobertizo al lado de la casa y enfrente el consabido secadero de café. Había varias personas, todas mujeres. La descubrieron muy temprano en la mañana detrás del cobertizo arrodillada y al cuello una soguita amarrada a una matita pequeña de café que soportó el cuerpo pequeño de la chiquilla. Así como rezando la encontraron. Nos pasaron al cuarto donde estaba tendida a lo largo de su cama, con las manos juntas en el pecho, vestida de blanco y lleno el lecho de flores, parecía como dormida. Nos quedamos con dos de las mujeres de edad mediana y le pedimos que le quitaran las ropas y que la volteasen. No había nada, ni pequeños rasguños, ni golpes, ninguna señal de violencia. La desnudez virginal de aquella criatura, que nadie había visto en vida, nos conmovió. No queríamos mirarla, pero nos había traído hasta allí una tarea y teníamos que cumplirla y descartar cualquier otra cosa. Amel le hizo el tacto vaginal y me dijo que si quería comprobarlo. No me atreví a mancillar aquella doncellez. Le dije: “no, no hace falta”. Me dijo: “es virgen”. Descartamos cualquier violación u otro hecho y la cubrí con la sábana. No sé cómo aquel padre pudo vivir después. Tal vez este relato sea el homenaje de verdad póstumo a aquella muchachita que yace en un pequeño cementerio perdido en la serranía, tal vez en una tumba ya sin flores y olvidada, que no quiso o no pudo vivir su vida.

viernes, 22 de agosto de 2014

Emilio



Emilio
Por Alfredo Ballester Parra
    Amanecía con una densa neblina, desde la madrugada caía una fría y fina llovizna. En este nuevo lugar solo llevábamos un par de días, todavía no habíamos terminado de acomodarnos, esta mudanza apresurada obedecía a que se esperaba una gran ofensiva por parte del enemigo sobre el frente. No sé cuántos pasos de ríos tuvimos que cruzar para llegar a la zona de Santa Catalina, al oeste de Guantánamo. Casi todo el camino era entre dos lomas, por el cauce antiguo y seco del río, llenos de chinas pelonas azules, negras y blancas, donde el río actual serpenteaba a capricho.
    No sé si fue una orden o una coincidencia que la fábrica de bombas, con Gilberto Cardero al frente, y nuestro recién formado departamento de propaganda, con Papito Sergera, nos uniéramos. Estaban  los campamentos casi juntos, solo nos separaba la arboleda del patio de la casa que ocupábamos. Los compañeros de la fábrica de bombas lo habían hecho en la casa de vaca o la vaquería colindante. Este lugar nos los indico el alcalde del barrio, un hombrón amulatado de apellido Fuentes, era al parecer la casa de un emigrante o descendientes de algún caribeño anglófono por los libros que encontré.
    La noche antes había sido molesta para mí, me entró un insecto en uno de los oídos, Emilio y Cuza para sacármelo me echaron orine caliente y por último tuvieron que utilizar un gancho que me lastimó y aún conservo la cicatriz. Estaba oscuro todavía cuando Emilio se acercó a mi hamaca y me dijo: “dice Papito que vayas conmigo”, me erguí y le pregunte: “a dónde”. Me contestó: “a llevar unas minas para el Alto de la Victoria, porque los guardias están tratando de entrar”. Me puse las botas y la cartuchera con el 38 y nos dirigimos a la cocina de la fábrica, por un poco de café y unas malangas sancochadas. Ya Emilio había preparado las bestias, solo faltaba la mía, minutos después emprendimos la marcha. Emilio montaba un mulo de cabalgadura y cogido con una soga el mulo de carga, con dos minas de las grandes. Tratábamos de adelantar oscuro lo que pudiésemos, pues la aviación enemiga nos castigaba casi diariamente. Había una buena cueva natural, cerca de la fábrica, en el cauce del río, donde nos refugiábamos junto a varias familias que vivían en los contornos.
 Emilio era un negro corpulento, más bien gordo, alto, cari redondo y de ancha sonrisa; tenía un metal de voz aflautado de falsete, y fino que contrastaba con su figura, su hablar era pausado, tenía una barba insurta y los  ojos grandes. Era descendiente de emigrantes haitianos, había sido recogedor de café en la Sierra Maestra y la zona de Pilón, todo esto como jornalero de vales o sea, que no le pagaban en efectivo sino con un papelito para comprar mercancía en la tienda que, por lo regular, era del patrón que daba el vale.  Era un hombre muy fuerte, acostumbrado al trabajo duro, al aire libre, muy sano, noble de espíritu, simple, con gran corazón, de fácil risa, muy querido por sus compañeros por su nobleza y humildad. Llevaba tiempo en la fábrica, allí cumplía diversas tareas, una de ellas era sacar el TNT (explosivo) de las bombas de la aviación que no explotaban para confeccionar las minas terrestres (boniatos); también conocía de herrería, de animales y otras tareas del campo. No sé quién lo llamo Tanganica, este apodo lo trajo de la Sierra Maestra, y así lo conocían muchos, yo le llamaba por su nombre, Emilio.
    Continuamos el camino entre cuentos, cigarros, tayuyitos de tabacos que fumaba Emilio, avizorando el cielo y agudizando el oído para que el sonido de avión no nos sorprendiera en un descampado. Después de algunas horas de aquel camino casi todo subiendo y entre fangales llegamos al alto de la Victoria, este lugar era un pequeño cañón natural, o sea, un paso estrecho entre dos lomas, debajo, el llano del valle de Guantánamo. No vimos rebeldes hasta no estar dentro del desfiladero, enseguida nos topamos a Samuel Rodiles y a  Manuel Piñeiro que salieron a recibirnos, aunque el saludo tuvo que esperar un rato pues la aviación enemiga comenzó a ametrallar el lugar y tuvimos que guarecernos. Allí nos enteramos que los casquitos habían matado a un compañero, dejaron su cadáver, exprofeso, en el camino del llano, tirado, y los camiones y tanquetas que empleaban contra nosotros en su ir y venir le pasaban por encima, lo habían convertido prácticamente en una masa sanguinolenta e irreconocible. En este combate también a un casquito, Elmer, que había sido mi compañero de juegos en la niñez, que era chofer o ametralladorista de una de las tanquetas  enemigas, al sacar la cabeza recibió un tiro en medio de la frente, muriendo en el acto.
    Al cabo de dos horas nos retiramos del lugar y  ya de noche llegamos a nuestro campamento. Después de una no muy larga permanencia en este lugar de Santa Catalina nos trasladamos con el departamento para la Somanta, pero a Emilio lo veía a cada rato, siempre era el mismo en cualquier condición, nunca lo vi bravo, sino optimista y de buen carácter por naturaleza, cuando había comida era de buen apetito y cuando no, pues con café y uno de sus tayuyito él estaba feliz.
Un día me enteré que lo habían traído herido de bala del combate de Ocujal (la Zanja), fue en una pierna, allí tuvo una actitud propia de él, no podía ser de otra forma, pues no sería Emilio, me contaron que aún herido alentaba y arengaba a los compañeros. Lo trajeron al hospital de Soledad de Mayarí Arriba, lo fui a ver, él, tranquilo, como siempre; la pierna se le complicó, cogió gangrena. Esa noche me quedé en el hospital en la sala de pacientes, acostado en una de las camas  sin dormir solo miraba el techo, separado por un tabique de madera, los médicos le amputaban la pierna a Emilio. Nunca me había percatado del olor tan intenso de la sangre humana, un olor penetrante y dulzón, nada agradable llenaba el lugar, cuando dormitaba se metía en mi nariz  y me despertaba sobresaltado, tuve esta sensación  por varios días dentro del cerebro, terminaron casi de madrugada, tuve que ausentarme del lugar.
     Emilio no sobrevivió, la gangrena no se detuvo, lo enterramos cerca de donde lo habíamos hecho con  su pierna, en el pequeño cementerio nuevo que se había construido entre Soledad y Mayarí Arriba. La muerte de Emilio nos afectó a todos. A los pocos días en Calabaza de Sagua los compañeros de la fábrica  le demostraban a Raúl el M-26 (granada que se lanzaba con un fusil). Mientras esperábamos por el jefe del frente, el jefe de la fábrica, Gilberto, se me acercó y me dijo, afectado, hazme una carta para entregársela a Raúl con el fin que me autorice ponerle a la fábrica de bombas el nombre de Emilio. Yo tomé el lápiz y el papel que me entregaba y escribí: “Comandante Raúl Castro Ruz, en mi nombre y el de mis compañeros permítame poner el nombre de ese magnifico y leal hombre, ese coloso de ébano que fue el compañero Emilio Bárcena Pier, etc., etc”.  Cuando Gilberto le dio la nota a Raúl este la leyó, miró a los que allí nos encontrábamos e hizo un gesto triste de aprobación con la cabeza sin pronunciar palabras.

Evocación



Por Alfredo Ballester
    Villa Évora, situada en la cima de una pequeña colina, en la entrada del poblado de Guisa, capital por aquel entonces de la Sierra Maestra, construida en forma de una ele gruesa, toda con tablas de palma real, pintada de un beige claro, pisos de mosaicos con dibujos y colores suaves, techo de yarey y guano, puertas amplias y cómodas, llena de grandes ventanas con barrotes, que miraban hacia el verde intenso que la rodeaba, que dejaban penetrar el aire y los olores verdes de las plantas, diferentes variedades de jazmín del cabo, jazmín de noche, con sus tímidas fragancias durante el día y su derrame prodigioso durante la noche; predominaban las naranjas y toronjas    sembradas alrededor de la casa, que con el suave aroma de las flores de azahares llenaban los sentidos: existe una profusión lujuriosa tal de la naturaleza con las plantas que da la sensación de penetración dentro de la morada en una perfecta armonía con esta, que forman un todo  de luz y color, comodidad e intimidad.
    Desde la verja de la entrada había que subir un buen pedazo por una carrilera de concreto para autos, flanqueada por altos árboles que formaban un techo, se llegaba hasta un hermoso portal bajo, de troncos rústicos, lleno de clarines blancos, y otras plantas trepadoras, con flores de varios matices; antes de llegar a este existía un recodo; se tenía la sensación de que si la casa tuviese cola la agitaría cada vez que uno llegara a ese lugar. Aquí se entreveía parte de la casa oculta entre la vegetación, el camino del frente es de lajas de los ríos y arroyos de la Sierra Maestra, continúa el camino a lo largo de la casa con una bajada donde, al final, un garaje que se adentra en el edificio principal, como especie de un sótano para varios autos. De la espaciosa sala nace un pasillo que conduce a diferentes habitaciones, muy bien situadas para todos los gustos, grandes, chicas, más íntimas, menos privadas, algunas con varias juveniles y coquetas camas, los espejos son de color lila. En la sala una puerta lateral da salida a un ancho portal o corredor que abarca todo el largo de las habitaciones, una amplia y confortable cocina al fondo con grandes ventanales que enlaza con una terraza portal lateral baja, más amplia que la principal, a la que se llega también en vehículo; de aquí parte un sendero inclinado de cemento, con flores silvestres a ambos lados, que va subiendo hasta un alto mirador rústico y amplio, en los bajos una plazoleta de lajas que alberga una profunda piscina que nunca llenamos. Otros senderos de cemento conducen a varias construcciones del mismo estilo que alojaba a la servidumbre, almacenes, despensas y otros usos. Los muebles los componen taburetes y varios tipos de asientos prácticos y cómodos de maderas del país en armonía con la construcción.
    El lugar es un bosque lleno de grandes árboles exóticos, según cuentan traídos de países lejanos en los viajes de Rosina,  que fuera reina de belleza, además de pintora, esposa del dueño, arrocero y propietario de un central azucarero cercano, un millonario que vivía en Manzanillo, y  que la utilizaba como lugar de veraneo, en fin, un hermoso, fresco y acogedor bohío grande, donde viví en los días que era el jefe militar de la Sierra Maestra. Aunque lo que digo indique lo contrario, no era una mansión, no existía nada suntuoso, ni siquiera elegante, de lujo o fatuo: todo era práctico y rústico; era sólo un bonito lugar. Por allí pasaron muchas figuras de la literatura de nuestra América: algunos artistas cubanos, personalidades militares del país. Por la ternura que de ella emanaba y por el parecido físico a mi madre recuerdo a Eloísa Álvarez Guedes. Punto de parada en su peregrinar en la Sierra Maestra de la teniente Olguita Guevara, una de las Marianas. Del primer beso robado que le di a Ana frente a aquel viejo piano, de mi luna de miel, de las tortillas de huevos y papas batidas que hacía Ana en las madrugadas; de largas reuniones para dirigir la política a los montañeses, del ciclón Flora, de la distribución de las donaciones internacionales  a los campesinos, de la Segunda Ley de Reforma Agraria, de los planes para capturar infiltraciones y bandidos, de las naranjas enviadas a los círculos infantiles de Bayamo. De escuchar las canciones del longplay de los Polacos Mazowsze. De la figuras de cera de Batarrechea. De las pesadillas que tenía mi amigo Silva las pocas veces que allí dormía. De la deliciosas quietud de las mañanas cargadas de pájaros. De momentos buenos y otros los menos, malos. Desde este lugar de ensueños diseñamos los sueños de aquel entonces, tal vez en las distancia un poco idealicé el recuerdo como suele suceder, esto fue hace mucho tiempo, en el 63.
   Con mi amigo Fello, que fue el primer  secretario del PCC en aquellos tiempos, fuimos hace poco al lugar, ya la casa no existe, nos dijeron unos hombres allí sentados que  recientemente se cayó, sólo vimos los pisos, sentí como cuando se pierde un amigo, existe ahora sólo en la memoria. Lo que escribo es una pequeña despedida de duelo a aquel entrañable lugar mágico que fue parte de mi juventud; se apagó sin aspaviento, tal como había vivido. Descansa en paz, querida amiga, en nombre de todos lo que te conocimos. Gracias por acompañarnos en este momento… Amén.

ALÍ



ALÍ
Por Alfredo Ballester Parra
Alí es un niño afar (etnia nómada) de once años, vivaracho, cariñoso, inteligente y travieso, precisamente por estas cualidades me fijé en él. Me llamó la atención su sonrisa, su figura inquieta y delgada. En la carretera casi todos los días parado saludando a nuestros vehículos y gritándoles en un perfecto español a los cubanos: “oye, chico”. Esta etnia era muy recelosa, mantenía cierta distancia con nosotros, y era extraño lo que se producía con este niño.
    Hacía poco tiempo que había terminado la guerra, nuestro campamento estaba en Arba, zona semidesértica, en la carretera que va al puerto de Assad, Adis Abeba, era un lugar construido por los italianos. Organizamos los grupos de clases en las cercanías al aire libre y Ali siempre se detenía a escuchar, de esta forma comenzó a comprender nuestro idioma y el significado de las cosas. Nuestra zona de estudio coincidía con la del pastoreo de los afars, él aprovechaba su tarea, que era la vigilia de los chivos y ovejas, y trababa relaciones con nuestros compañeros. Yo lo conocí más de cerca cuando encontrándome recorriendo los grupos de clases en el terreno, se me acercó descaradamente, me dio la mano y comenzó a decirme algo que no entendí, entonces me enseñó los genitales y comenzó a quejarse. Era que en esos días había sufrido la circuncisión que por ley tenían que sufrir los varones de la religión musulmana y tenía una infección en el pene. Un médico nuestro le reconoció la parte afectada y le dio medicamentos, a los pocos días ya estaba completamente restablecido, su alegría no tenía límites, nos abrazaba y nos daba las manos veinte veces al día, diciendo: ”Cuba Turuno” (Cuba Bueno).
     Siempre veíamos aquella figurita con sus milenarias ropas blancas, típicas de los afars, que consistía en una tela que se envolvía alrededor del cuerpo, un gran cuchillo a la cintura y un palo o cayado en las manos, corriendo detrás de los chivos y carneros que se alejaban de la manada, saludando con gritos y manos al paso de nuestros vehículos. Cada vez que nos encontrábamos me enseñaba pequeñas cortaduras y golpes para que lo viera el médico, diciéndome en español: “tú, jefe”. Así comenzó a hacer amigos entre los nuestros y llamar por su nombre a muchos de ellos, pero siempre manteniendo una distancia. Su padre vivía en las cercanías al igual que otras familias, en casas hechas de palos, pajas y materiales locales en forma de un iglú esquimal, una mayor para el hombre, rodeada de varias que ocupaban las esposas y sus proles. El número de esposas estaba dado por la cantidad de dromedarios, chivos y carneros que el propietario tenía, lo que daba las riquezas del mismo. El padre de Alí tenía varias esposas y poseía un buen número de animales, creo que Alí era uno de los mayores.
    Nosotros veíamos a los afars. El poblado de Arba eran 20 ó 25 casas y bares hechos de barro, con prostitutas de muchas etnias que poblaban el país, (menos afars). Un paraje casi lunar. Los afars habitaban a nuestro alrededor, siempre nos saludaban, pero no nos hablaban ni se mezclaban con nosotros como el resto de las etnias, eran herméticos y recelosos, además entenderse con ellos era muy difícil. De pronto Alí se convirtió en nuestro intérprete, pues ya venía con frecuencia a visitar a nuestros médicos y traía pacientes. Alí traducía al afariña las indicaciones que el médico les daba. Cuando la persona era algún anciano con impedimentos físicos, se las agenciaba para que algún vehículo nuestro lo trasladara a su campamento.
Alí tenía sus leyes, no se dejaba correr máquina y discutía sus puntos de vista, fue apegándose a nosotros y sus visitas se hicieron diarias, me presentó a sus hermanitos y le enseñó a la más pequeña de las hembras que cantara La Guantanamera. Su saludo a un cubano era: “topa”, en la forma que hacen nuestros atletas y que era usado por nuestra gente. Recuerdo el caso de una niña de 11 ó 12 años, ingresada en nuestro hospital. Un hermano de ella se quedaba todo el tiempo y sólo rezaba, los familiares vinieron un domingo a verla y le trajeron leche cortada y platanitos, pues tenía temor de comer nuestras comidas, hasta que comenzó a comerla y decía que le gustaba, tampoco se quería inyectar y formaba una perreta por ambas cosas. Alí la convenció, las compañeras cubanas del hospital le hicieron un pijama pero se negó rotundamente a ponérsela, decía que las mujeres no usaban pantalón y no hubo manera de convencerla. Al principio había que obligarla a bañarse, después le cogió el gusto y lo hacía ella sola.
    Ya para esa fecha en nuestro campamento teníamos una pareja de monos mandriles que no se iban y se pasaban la noche corriendo por encima de aquellos techos de zinc. A media noche despertábamos pensando en un bombardeo, estaban todo el día peleando. Alí me explicó que si se iban a la manada, ésta los mataba por haber convivido con las personas. Ya para esta fecha Alí era muy popular en nuestro campamento, los vehículos le fascinaban. Me decía: “oye, jefe, cuántos dromedarios tú quieres por el jeep”. Yo en broma le decía que dos, entonces muy serio me respondía: “mira yo darte tres”, yo entonces contestaba que lo pensaría.
    Cuando me hacía la visita manteníamos largas conversaciones, todo le interesaba, a veces lo invitaba a comer pero no aceptaba, sólo se tomaba el chai (té).
    Cerca de donde estábamos había un pequeño central azucarero, construido por los holandeses, algunos compañeros fueron y llevaron a Alí, él nunca había cruzado de Awash, pueblecito de las inmediaciones con 50 ó 60 casitas hechas de barro y estiércol y un café donde la dueña era griega, mujer de edad madura que dominaba el italiano y el inglés, viuda de un etíope. En el central había una piscina y convencieron a Alí para que se metiera en ella, pues los afars sólo se bañaban en los ríos y cargaban en sus odres las aguas estancadas del camino en las huellas profundas que dejaban los vehículos en sus continuos pasos. Se bañó en ella, al principio con mucho temor, pero nuestra gente le infundió confianza. Este baño lo alegró mucho, chillaba como todos los niños con la extrañeza del resto de los pilluelos que por allí merodeaban que le preguntaban qué era él y Ali les decía: “yo cubano, yo cubano”.
    Así seguían las cosas hasta que un día dejó de venir. Al pasar varios días comenzó a preocuparnos, no sé en qué forma nos enteramos que el padre lo había castigado, pues alguien le había regalado una camisa verde olivo y él se la había puesto, con esto había violado una costumbre tribal, pero esto demuestra hasta qué punto él estaba identificado con nosotros.
    Una tarde me acerqué por donde más o menos vivía, preguntando por él, pero no pude averiguar nada sobre su paradero, pues los afars eludían mis preguntas, hasta que un día Alí apareció y al indagar qué le había pasado, respondía evasivamente: “afars no entienden”.
    Cerca había una granja Malkaseti, y al frente de ella estaba un etíope del grupo amaro, Malako, que era ingeniero agrícola; comenzó a tener contacto con nosotros y se maravillaba de cómo los cubanos, después de ayudarlo con los tractores, al terminar los trabajos con ellos les daban mantenimiento. El padre de este hombre había sido pionero de la aviación en Etiopía. En algunas ocasiones la granja tenía problemas con las turbinas del agua o con los tractores y al solicitarnos ayuda, los cubanos auxiliaban. A Malako le llamaba la atención cuando Alí, siendo afar, venía con nosotros. Así pasaron los meses, al regresar nuevamente a Arba, pues había estado de vacaciones en Cuba, tuve que ingresar en el hospital, contraje unas fiebres que al final resultó malaria y al tener que trasladarme a una nueva ubicación a varios cientos de kilómetros del lugar anterior, una madrugada, encontrándome todavía en el saco de dormir se me apareció Alí en el cuarto, vestido con ropa verde olivo, que le quedaba sumamente grande. Ante mi extrañeza y al preguntarle cómo había venido hasta allí, me dijo que lo había hecho solo, en un camión etíope, que él había hablado con su padre y éste lo había autorizado. No quedé muy convencido con esta respuesta, pues anteriormente teníamos la experiencia de dos niños que se habían cobijado con nosotros, uno huérfano que habían encontrado vagando y otro abandonado por su madre, y los artilleros los habían encontrado en el lugar que utilizábamos como polígonos para el tiro de la artillería. Estaban entre unos zarzales, casi en estado de inanición y los trajeron al campamento, teniéndolos casi dos meses acostados y alimentándolos.
Estos niños se habían encariñado y apegado tanto a nosotros que dependían enteramente en costumbres, idiomas, hábitos alimenticios, etc. Y yo pensaba que al regresar a nuestro país esto sería una problemática para ellos y para nosotros al tener que dejarlos, además las ordenanzas militares eran rigurosas en este sentido. El problema del país no era la solución a dos o tres niños y esta situación existía en miles de niños y el Consejo Administrativo Provisional Militar (CAMP) estaba dando solución a esta secuela del feudalismo. Pues, como dije, no había quedado muy conforme con la respuesta que él me había dado. Yo sabía que los afars no salen de su zona; además, Alí nunca había hecho un trayecto tan largo. Acepté lo que me dijo y ordené que le dieran de comer. Me puse a hacer indagaciones de qué había ocurrido realmente y supe lo siguiente: al salir los últimos vehículos del campamento que dejábamos, él se encontraba parado en la puerta principal, al pasar el último lo detuvo y le preguntó a sus ocupantes que si ya los cubanos se iban, al contestársele que efectivamente nos marchábamos, se quitó toda la ropa y se montó en el vehículo y no hubo forma de convencerlo de que se quedase. No quedó más remedio que viajar con él, que expresaba: “afars, chivo, dromedario, no manyare (comida), no estudian, no saben nada. Cubano manyare, no chivo, no dromedario, yo ahora cubano”. Y de esta forma fue como él había llegado a nosotros.
    Pasaron dos o tres días, en el último de ellos recibimos un telefonema del lugar que habíamos dejado, de parte de una pequeña guarnición nuestra, donde nos decían que los afars estaban sentados frente a nuestra posta y reclamaban la presencia del niño y que allí estarían hasta que éste regresara. Al conocer esto decidimos enviarlo nuevamente de regreso. Al llamarlo y explicarle la situación y la decisión que habíamos tomado, comenzó a llorar y me decía que su padre le había dicho que se fuera, pues él le había explicado al padre que iba para Adis y después a La Habana a estudiar. No quería entender, se puso muy triste y lo enviamos en un jeep con un compañero. A los siete u ocho días se apareció de nuevo al campamento ante nuestro asombro, se mostró convincente diciéndome que ahora sí ya no habría problema, esta vez había venido solo en un tren. Por unos compañeros supe que en el regreso a su casa, antes de llegar a ésta había escondido debajo de unas piedras la ropa verde olivo; al llegar ante la presencia de su padre éste lo había reprendido en forma brutal y hubo necesidad de que nuestro médico en esa zona lo curara de unos verdugones que le habían hecho en la espalda y que al interrogarlo él había confesado que había comido carne y nuestros alimentos, así como se había puesto nuestros vestidos. La medida que tomaron con él fue la de expulsarlo de la tribu.
    Por la noche el niño le robó a su padre 7 birs, fue para Awash, cogió el tren que venía de Diridagua, se puso la ropa que tenía escondida, se trasladó hasta Adis y caminó casi 40 kilómetros hasta el lugar en que nos encontrábamos. Yo le decía: “Alí, tú ahora problema con los afars” y él contestaba: “mira, yo ahora problema, yo ahora aquí, después Habana, estudiar médico, yo regreso, curar afars y Alí no problema, Alí jefe...”
    Al principio no lográbamos que comiese carne a diario y otras comidas, así le fue cogiendo gusto y también al baño diario, a cepillarse los dientes. Alguien se brindó a enseñarle a leer y a escribir en español, y fue un alumno aventajado. Nunca repetía las malas palabras, decía que era turuno. Lo enviamos al hospital por varios días a que le hicieran un chequeo y le viesen un ojo en el cual no tenía visión, pues corriendo detrás de chivos perdidos se le había clavado una espina. Alí hizo amistad con todos los pacientes y sobre todo con Bartolo, un niño etíope que hablaba muy bien el español. Este se encontraba allí esperando venir a Cuba a estudiar, pues le habían hecho una carta al Comandante en Jefe en su visita a Etiopía, donde le expresaba su deseo de estudiar en Cuba para ayudar a su pueblo. Bartolo era de Yiyiga y los niños conversaban a menudo, Alí hablaba muy bien el amárico.
    En una ocasión en que Alí me acompañaba dentro de un campamento donde había cubanos y etíopes, al tratar de salir la posta nativa interrogó al niño diciéndome que el niño no podía salir. Tuve que regresar a hablar con el coronel etíope y hacerme responsable, pues él me explicaba que el enemigo estaba utilizando niños con el fin de obtener información militar. Alí en aquella ocasión se mostró campechano y desenvuelto. El oficial se extrañó con que Alí fuera afar, y hubo que hacerle toda la historia. Con este susto que pasó logré que se quedase más a menudo en nuestro campamento, aunque le fascinaban los vehículos y tenía unas ansias tremendas de salir, conocer, conversar con la gente. A  veces les hacíamos bromas a las compañeras cubanas, le preguntábamos a Alí que cuánto se puede dar por ésta, señalando una de ellas. Él, muy serio, daba un paso adelante, le daba la vuelta, la observaba detenidamente y hacía como que calculaba y decía socarronamente: “medio dromedario, las patas de un dromedario, esta vale un dromedario”. Todo el mundo reía. Hubo y había una costumbre ancestral de vender o trocar la mujer, entre más grandes las nalgas más valor tenían.
    Cuando se incomodaba hablaba en afariña muy rápido y nadie lo entendía, y cuando estaba contento también cantaba en este dialecto. Ya para esta fecha le habíamos comprado ropa y dejamos de ver aquella estampa que se parecía un payaso con aquel uniforme verde olivo sumamente grande y botas de combate que no lo dejaban caminar. Lo enviamos al mercado con Rosa, una cubana y le compró, entre otras cosas un safari de mezclilla azul y unas botas plataformas, peine y se sentía con aquella ropa muy contento y se pavoneaba, pero hacerlo cambiar de ropa era un problema.
    Guardamos un recuerdo tierno de aquel niñito perteneciente a un grupo primitivo, que manifestó ante nosotros el deseo de salir de aquel medio hostil, de aprender. Alí reaccionó ante las circunstancias primero que otros. Lo dejamos estudiando en Adis, tal vez algún día lo volvamos a ver. No supe más qué pasó con él,  de seguro habrá crecido y estará ayudando a su gente. Esto es lo que quiero creer, ese fue su anhelo. En el pueblo afars hay muchos Alí.
    Esto lo escribí hace muchos años, quise dejarlo así en honor al recuerdo de aquel niño que simboliza aquel pueblo inteligente y laborioso que nos permitió amortizar en algo la deuda que tenemos con  África.

ALÍ



ALÍ
Por Alfredo Ballester Parra
Alí es un niño afar (etnia nómada) de once años, vivaracho, cariñoso, inteligente y travieso, precisamente por estas cualidades me fijé en él. Me llamó la atención su sonrisa, su figura inquieta y delgada. En la carretera casi todos los días parado saludando a nuestros vehículos y gritándoles en un perfecto español a los cubanos: “oye, chico”. Esta etnia era muy recelosa, mantenía cierta distancia con nosotros, y era extraño lo que se producía con este niño.
    Hacía poco tiempo que había terminado la guerra, nuestro campamento estaba en Arba, zona semidesértica, en la carretera que va al puerto de Assad, Adis Abeba, era un lugar construido por los italianos. Organizamos los grupos de clases en las cercanías al aire libre y Ali siempre se detenía a escuchar, de esta forma comenzó a comprender nuestro idioma y el significado de las cosas. Nuestra zona de estudio coincidía con la del pastoreo de los afars, él aprovechaba su tarea, que era la vigilia de los chivos y ovejas, y trababa relaciones con nuestros compañeros. Yo lo conocí más de cerca cuando encontrándome recorriendo los grupos de clases en el terreno, se me acercó descaradamente, me dio la mano y comenzó a decirme algo que no entendí, entonces me enseñó los genitales y comenzó a quejarse. Era que en esos días había sufrido la circuncisión que por ley tenían que sufrir los varones de la religión musulmana y tenía una infección en el pene. Un médico nuestro le reconoció la parte afectada y le dio medicamentos, a los pocos días ya estaba completamente restablecido, su alegría no tenía límites, nos abrazaba y nos daba las manos veinte veces al día, diciendo: ”Cuba Turuno” (Cuba Bueno).
     Siempre veíamos aquella figurita con sus milenarias ropas blancas, típicas de los afars, que consistía en una tela que se envolvía alrededor del cuerpo, un gran cuchillo a la cintura y un palo o cayado en las manos, corriendo detrás de los chivos y carneros que se alejaban de la manada, saludando con gritos y manos al paso de nuestros vehículos. Cada vez que nos encontrábamos me enseñaba pequeñas cortaduras y golpes para que lo viera el médico, diciéndome en español: “tú, jefe”. Así comenzó a hacer amigos entre los nuestros y llamar por su nombre a muchos de ellos, pero siempre manteniendo una distancia. Su padre vivía en las cercanías al igual que otras familias, en casas hechas de palos, pajas y materiales locales en forma de un iglú esquimal, una mayor para el hombre, rodeada de varias que ocupaban las esposas y sus proles. El número de esposas estaba dado por la cantidad de dromedarios, chivos y carneros que el propietario tenía, lo que daba las riquezas del mismo. El padre de Alí tenía varias esposas y poseía un buen número de animales, creo que Alí era uno de los mayores.
    Nosotros veíamos a los afars. El poblado de Arba eran 20 ó 25 casas y bares hechos de barro, con prostitutas de muchas etnias que poblaban el país, (menos afars). Un paraje casi lunar. Los afars habitaban a nuestro alrededor, siempre nos saludaban, pero no nos hablaban ni se mezclaban con nosotros como el resto de las etnias, eran herméticos y recelosos, además entenderse con ellos era muy difícil. De pronto Alí se convirtió en nuestro intérprete, pues ya venía con frecuencia a visitar a nuestros médicos y traía pacientes. Alí traducía al afariña las indicaciones que el médico les daba. Cuando la persona era algún anciano con impedimentos físicos, se las agenciaba para que algún vehículo nuestro lo trasladara a su campamento.
Alí tenía sus leyes, no se dejaba correr máquina y discutía sus puntos de vista, fue apegándose a nosotros y sus visitas se hicieron diarias, me presentó a sus hermanitos y le enseñó a la más pequeña de las hembras que cantara La Guantanamera. Su saludo a un cubano era: “topa”, en la forma que hacen nuestros atletas y que era usado por nuestra gente. Recuerdo el caso de una niña de 11 ó 12 años, ingresada en nuestro hospital. Un hermano de ella se quedaba todo el tiempo y sólo rezaba, los familiares vinieron un domingo a verla y le trajeron leche cortada y platanitos, pues tenía temor de comer nuestras comidas, hasta que comenzó a comerla y decía que le gustaba, tampoco se quería inyectar y formaba una perreta por ambas cosas. Alí la convenció, las compañeras cubanas del hospital le hicieron un pijama pero se negó rotundamente a ponérsela, decía que las mujeres no usaban pantalón y no hubo manera de convencerla. Al principio había que obligarla a bañarse, después le cogió el gusto y lo hacía ella sola.
    Ya para esa fecha en nuestro campamento teníamos una pareja de monos mandriles que no se iban y se pasaban la noche corriendo por encima de aquellos techos de zinc. A media noche despertábamos pensando en un bombardeo, estaban todo el día peleando. Alí me explicó que si se iban a la manada, ésta los mataba por haber convivido con las personas. Ya para esta fecha Alí era muy popular en nuestro campamento, los vehículos le fascinaban. Me decía: “oye, jefe, cuántos dromedarios tú quieres por el jeep”. Yo en broma le decía que dos, entonces muy serio me respondía: “mira yo darte tres”, yo entonces contestaba que lo pensaría.
    Cuando me hacía la visita manteníamos largas conversaciones, todo le interesaba, a veces lo invitaba a comer pero no aceptaba, sólo se tomaba el chai (té).
    Cerca de donde estábamos había un pequeño central azucarero, construido por los holandeses, algunos compañeros fueron y llevaron a Alí, él nunca había cruzado de Awash, pueblecito de las inmediaciones con 50 ó 60 casitas hechas de barro y estiércol y un café donde la dueña era griega, mujer de edad madura que dominaba el italiano y el inglés, viuda de un etíope. En el central había una piscina y convencieron a Alí para que se metiera en ella, pues los afars sólo se bañaban en los ríos y cargaban en sus odres las aguas estancadas del camino en las huellas profundas que dejaban los vehículos en sus continuos pasos. Se bañó en ella, al principio con mucho temor, pero nuestra gente le infundió confianza. Este baño lo alegró mucho, chillaba como todos los niños con la extrañeza del resto de los pilluelos que por allí merodeaban que le preguntaban qué era él y Ali les decía: “yo cubano, yo cubano”.
    Así seguían las cosas hasta que un día dejó de venir. Al pasar varios días comenzó a preocuparnos, no sé en qué forma nos enteramos que el padre lo había castigado, pues alguien le había regalado una camisa verde olivo y él se la había puesto, con esto había violado una costumbre tribal, pero esto demuestra hasta qué punto él estaba identificado con nosotros.
    Una tarde me acerqué por donde más o menos vivía, preguntando por él, pero no pude averiguar nada sobre su paradero, pues los afars eludían mis preguntas, hasta que un día Alí apareció y al indagar qué le había pasado, respondía evasivamente: “afars no entienden”.
    Cerca había una granja Malkaseti, y al frente de ella estaba un etíope del grupo amaro, Malako, que era ingeniero agrícola; comenzó a tener contacto con nosotros y se maravillaba de cómo los cubanos, después de ayudarlo con los tractores, al terminar los trabajos con ellos les daban mantenimiento. El padre de este hombre había sido pionero de la aviación en Etiopía. En algunas ocasiones la granja tenía problemas con las turbinas del agua o con los tractores y al solicitarnos ayuda, los cubanos auxiliaban. A Malako le llamaba la atención cuando Alí, siendo afar, venía con nosotros. Así pasaron los meses, al regresar nuevamente a Arba, pues había estado de vacaciones en Cuba, tuve que ingresar en el hospital, contraje unas fiebres que al final resultó malaria y al tener que trasladarme a una nueva ubicación a varios cientos de kilómetros del lugar anterior, una madrugada, encontrándome todavía en el saco de dormir se me apareció Alí en el cuarto, vestido con ropa verde olivo, que le quedaba sumamente grande. Ante mi extrañeza y al preguntarle cómo había venido hasta allí, me dijo que lo había hecho solo, en un camión etíope, que él había hablado con su padre y éste lo había autorizado. No quedé muy convencido con esta respuesta, pues anteriormente teníamos la experiencia de dos niños que se habían cobijado con nosotros, uno huérfano que habían encontrado vagando y otro abandonado por su madre, y los artilleros los habían encontrado en el lugar que utilizábamos como polígonos para el tiro de la artillería. Estaban entre unos zarzales, casi en estado de inanición y los trajeron al campamento, teniéndolos casi dos meses acostados y alimentándolos.
Estos niños se habían encariñado y apegado tanto a nosotros que dependían enteramente en costumbres, idiomas, hábitos alimenticios, etc. Y yo pensaba que al regresar a nuestro país esto sería una problemática para ellos y para nosotros al tener que dejarlos, además las ordenanzas militares eran rigurosas en este sentido. El problema del país no era la solución a dos o tres niños y esta situación existía en miles de niños y el Consejo Administrativo Provisional Militar (CAMP) estaba dando solución a esta secuela del feudalismo. Pues, como dije, no había quedado muy conforme con la respuesta que él me había dado. Yo sabía que los afars no salen de su zona; además, Alí nunca había hecho un trayecto tan largo. Acepté lo que me dijo y ordené que le dieran de comer. Me puse a hacer indagaciones de qué había ocurrido realmente y supe lo siguiente: al salir los últimos vehículos del campamento que dejábamos, él se encontraba parado en la puerta principal, al pasar el último lo detuvo y le preguntó a sus ocupantes que si ya los cubanos se iban, al contestársele que efectivamente nos marchábamos, se quitó toda la ropa y se montó en el vehículo y no hubo forma de convencerlo de que se quedase. No quedó más remedio que viajar con él, que expresaba: “afars, chivo, dromedario, no manyare (comida), no estudian, no saben nada. Cubano manyare, no chivo, no dromedario, yo ahora cubano”. Y de esta forma fue como él había llegado a nosotros.
    Pasaron dos o tres días, en el último de ellos recibimos un telefonema del lugar que habíamos dejado, de parte de una pequeña guarnición nuestra, donde nos decían que los afars estaban sentados frente a nuestra posta y reclamaban la presencia del niño y que allí estarían hasta que éste regresara. Al conocer esto decidimos enviarlo nuevamente de regreso. Al llamarlo y explicarle la situación y la decisión que habíamos tomado, comenzó a llorar y me decía que su padre le había dicho que se fuera, pues él le había explicado al padre que iba para Adis y después a La Habana a estudiar. No quería entender, se puso muy triste y lo enviamos en un jeep con un compañero. A los siete u ocho días se apareció de nuevo al campamento ante nuestro asombro, se mostró convincente diciéndome que ahora sí ya no habría problema, esta vez había venido solo en un tren. Por unos compañeros supe que en el regreso a su casa, antes de llegar a ésta había escondido debajo de unas piedras la ropa verde olivo; al llegar ante la presencia de su padre éste lo había reprendido en forma brutal y hubo necesidad de que nuestro médico en esa zona lo curara de unos verdugones que le habían hecho en la espalda y que al interrogarlo él había confesado que había comido carne y nuestros alimentos, así como se había puesto nuestros vestidos. La medida que tomaron con él fue la de expulsarlo de la tribu.
    Por la noche el niño le robó a su padre 7 birs, fue para Awash, cogió el tren que venía de Diridagua, se puso la ropa que tenía escondida, se trasladó hasta Adis y caminó casi 40 kilómetros hasta el lugar en que nos encontrábamos. Yo le decía: “Alí, tú ahora problema con los afars” y él contestaba: “mira, yo ahora problema, yo ahora aquí, después Habana, estudiar médico, yo regreso, curar afars y Alí no problema, Alí jefe...”
    Al principio no lográbamos que comiese carne a diario y otras comidas, así le fue cogiendo gusto y también al baño diario, a cepillarse los dientes. Alguien se brindó a enseñarle a leer y a escribir en español, y fue un alumno aventajado. Nunca repetía las malas palabras, decía que era turuno. Lo enviamos al hospital por varios días a que le hicieran un chequeo y le viesen un ojo en el cual no tenía visión, pues corriendo detrás de chivos perdidos se le había clavado una espina. Alí hizo amistad con todos los pacientes y sobre todo con Bartolo, un niño etíope que hablaba muy bien el español. Este se encontraba allí esperando venir a Cuba a estudiar, pues le habían hecho una carta al Comandante en Jefe en su visita a Etiopía, donde le expresaba su deseo de estudiar en Cuba para ayudar a su pueblo. Bartolo era de Yiyiga y los niños conversaban a menudo, Alí hablaba muy bien el amárico.
    En una ocasión en que Alí me acompañaba dentro de un campamento donde había cubanos y etíopes, al tratar de salir la posta nativa interrogó al niño diciéndome que el niño no podía salir. Tuve que regresar a hablar con el coronel etíope y hacerme responsable, pues él me explicaba que el enemigo estaba utilizando niños con el fin de obtener información militar. Alí en aquella ocasión se mostró campechano y desenvuelto. El oficial se extrañó con que Alí fuera afar, y hubo que hacerle toda la historia. Con este susto que pasó logré que se quedase más a menudo en nuestro campamento, aunque le fascinaban los vehículos y tenía unas ansias tremendas de salir, conocer, conversar con la gente. A  veces les hacíamos bromas a las compañeras cubanas, le preguntábamos a Alí que cuánto se puede dar por ésta, señalando una de ellas. Él, muy serio, daba un paso adelante, le daba la vuelta, la observaba detenidamente y hacía como que calculaba y decía socarronamente: “medio dromedario, las patas de un dromedario, esta vale un dromedario”. Todo el mundo reía. Hubo y había una costumbre ancestral de vender o trocar la mujer, entre más grandes las nalgas más valor tenían.
    Cuando se incomodaba hablaba en afariña muy rápido y nadie lo entendía, y cuando estaba contento también cantaba en este dialecto. Ya para esta fecha le habíamos comprado ropa y dejamos de ver aquella estampa que se parecía un payaso con aquel uniforme verde olivo sumamente grande y botas de combate que no lo dejaban caminar. Lo enviamos al mercado con Rosa, una cubana y le compró, entre otras cosas un safari de mezclilla azul y unas botas plataformas, peine y se sentía con aquella ropa muy contento y se pavoneaba, pero hacerlo cambiar de ropa era un problema.
    Guardamos un recuerdo tierno de aquel niñito perteneciente a un grupo primitivo, que manifestó ante nosotros el deseo de salir de aquel medio hostil, de aprender. Alí reaccionó ante las circunstancias primero que otros. Lo dejamos estudiando en Adis, tal vez algún día lo volvamos a ver. No supe más qué pasó con él,  de seguro habrá crecido y estará ayudando a su gente. Esto es lo que quiero creer, ese fue su anhelo. En el pueblo afars hay muchos Alí.
    Esto lo escribí hace muchos años, quise dejarlo así en honor al recuerdo de aquel niño que simboliza aquel pueblo inteligente y laborioso que nos permitió amortizar en algo la deuda que tenemos con  África.

Evocación



Por Alfredo Ballester
    Villa Évora, situada en la cima de una pequeña colina, en la entrada del poblado de Guisa, capital por aquel entonces de la Sierra Maestra, construida en forma de una ele gruesa, toda con tablas de palma real, pintada de un beige claro, pisos de mosaicos con dibujos y colores suaves, techo de yarey y guano, puertas amplias y cómodas, llena de grandes ventanas con barrotes, que miraban hacia el verde intenso que la rodeaba, que dejaban penetrar el aire y los olores verdes de las plantas, diferentes variedades de jazmín del cabo, jazmín de noche, con sus tímidas fragancias durante el día y su derrame prodigioso durante la noche; predominaban las naranjas y toronjas    sembradas alrededor de la casa, que con el suave aroma de las flores de azahares llenaban los sentidos: existe una profusión lujuriosa tal de la naturaleza con las plantas que da la sensación de penetración dentro de la morada en una perfecta armonía con esta, que forman un todo  de luz y color, comodidad e intimidad.
    Desde la verja de la entrada había que subir un buen pedazo por una carrilera de concreto para autos, flanqueada por altos árboles que formaban un techo, se llegaba hasta un hermoso portal bajo, de troncos rústicos, lleno de clarines blancos, y otras plantas trepadoras, con flores de varios matices; antes de llegar a este existía un recodo; se tenía la sensación de que si la casa tuviese cola la agitaría cada vez que uno llegara a ese lugar. Aquí se entreveía parte de la casa oculta entre la vegetación, el camino del frente es de lajas de los ríos y arroyos de la Sierra Maestra, continúa el camino a lo largo de la casa con una bajada donde, al final, un garaje que se adentra en el edificio principal, como especie de un sótano para varios autos. De la espaciosa sala nace un pasillo que conduce a diferentes habitaciones, muy bien situadas para todos los gustos, grandes, chicas, más íntimas, menos privadas, algunas con varias juveniles y coquetas camas, los espejos son de color lila. En la sala una puerta lateral da salida a un ancho portal o corredor que abarca todo el largo de las habitaciones, una amplia y confortable cocina al fondo con grandes ventanales que enlaza con una terraza portal lateral baja, más amplia que la principal, a la que se llega también en vehículo; de aquí parte un sendero inclinado de cemento, con flores silvestres a ambos lados, que va subiendo hasta un alto mirador rústico y amplio, en los bajos una plazoleta de lajas que alberga una profunda piscina que nunca llenamos. Otros senderos de cemento conducen a varias construcciones del mismo estilo que alojaba a la servidumbre, almacenes, despensas y otros usos. Los muebles los componen taburetes y varios tipos de asientos prácticos y cómodos de maderas del país en armonía con la construcción.
    El lugar es un bosque lleno de grandes árboles exóticos, según cuentan traídos de países lejanos en los viajes de Rosina,  que fuera reina de belleza, además de pintora, esposa del dueño, arrocero y propietario de un central azucarero cercano, un millonario que vivía en Manzanillo, y  que la utilizaba como lugar de veraneo, en fin, un hermoso, fresco y acogedor bohío grande, donde viví en los días que era el jefe militar de la Sierra Maestra. Aunque lo que digo indique lo contrario, no era una mansión, no existía nada suntuoso, ni siquiera elegante, de lujo o fatuo: todo era práctico y rústico; era sólo un bonito lugar. Por allí pasaron muchas figuras de la literatura de nuestra América: algunos artistas cubanos, personalidades militares del país. Por la ternura que de ella emanaba y por el parecido físico a mi madre recuerdo a Eloísa Álvarez Guedes. Punto de parada en su peregrinar en la Sierra Maestra de la teniente Olguita Guevara, una de las Marianas. Del primer beso robado que le di a Ana frente a aquel viejo piano, de mi luna de miel, de las tortillas de huevos y papas batidas que hacía Ana en las madrugadas; de largas reuniones para dirigir la política a los montañeses, del ciclón Flora, de la distribución de las donaciones internacionales  a los campesinos, de la Segunda Ley de Reforma Agraria, de los planes para capturar infiltraciones y bandidos, de las naranjas enviadas a los círculos infantiles de Bayamo. De escuchar las canciones del longplay de los Polacos Mazowsze. De la figuras de cera de Batarrechea. De las pesadillas que tenía mi amigo Silva las pocas veces que allí dormía. De la deliciosas quietud de las mañanas cargadas de pájaros. De momentos buenos y otros los menos, malos. Desde este lugar de ensueños diseñamos los sueños de aquel entonces, tal vez en las distancia un poco idealicé el recuerdo como suele suceder, esto fue hace mucho tiempo, en el 63.
   Con mi amigo Fello, que fue el primer  secretario del PCC en aquellos tiempos, fuimos hace poco al lugar, ya la casa no existe, nos dijeron unos hombres allí sentados que  recientemente se cayó, sólo vimos los pisos, sentí como cuando se pierde un amigo, existe ahora sólo en la memoria. Lo que escribo es una pequeña despedida de duelo a aquel entrañable lugar mágico que fue parte de mi juventud; se apagó sin aspaviento, tal como había vivido. Descansa en paz, querida amiga, en nombre de todos lo que te conocimos. Gracias por acompañarnos en este momento… Amén.

En apuros



En apuros
Por Alfredo Ballester 
    Dicen que el cubano piensa bien, pero tarde, yo creo que hay momentos en los que no se puede pensar y se deja para luego. Estos son ejemplos.
    Una noche, aburrido en el hotel Internacional, vieja construcción de la ciudad de Praga, después de comer un bistec empanizado, obstinado ya de las salchichas que comía afuera, en lugares populares, pues en el hotel todo era carísimo, me encaminé por la agradable oscuridad de la noche hacia la Embajada Cubana por una acera llena de árboles. A mi lado pasaban los praguenses con abrigos. Inexplicablemente yo, animal del trópico, sentía una temperatura agradable. Al llegar encontré a un  viejo español de guardia que ya había visto en este mismo lugar y que trabajaba en cuestiones de servicios. Tomé asiento y me propuse sacarle conversación sobre su vida. Él ya sabía que yo era militar. En esto llegaron dos muchachas cubanas muy jóvenes, después de atenderlas y al quedarnos nuevamente solos él me dijo que había estado en un campo de concentración nazi en Polonia y comenzó a narrarme la vida allí, el frío que hacía y sin tener con qué abrigarse, la comida una vez al día, era un agua oscura con algún pedazo de nabo, papa o zanahoria podrida. Cuando llegaban grupos nuevos de prisioneros seleccionaban a las mujeres jóvenes, algunas casi niñas, y las obligaban a prostituirse en lugares que tenían para la soldadesca; luego, al cabo del tiempo las enviaban a la cámara de gas. Que por entretenimiento cogían un tablón grueso, especie de un cepo, con una abertura sólo para la cabeza a duras penas, y entonces obligaban a las personas a pasar por allí, y al que no lo hacía, sencillamente lo mataban, que era increíble por donde aquellas personas lograban pasar su cuerpo. Yo le decía que si, que en un momento crucial uno hace cosas que luego no se puede explicar, que recordaba que en el combate de Cupeyal ,en el II Frente Oriental, el ejército de Batista logró llegar a un alto, guiado por el chivato Chano Silva. Cuando ellos se retiraron nosotros fuimos a recoger un herido de otro grupo de escopeteros y resultó que lo conocía, habíamos sido compañeros de trabajo en una mina. También recordaba que cuando desarmábamos los cazabobos, esto eran trampas explosivas que dejaba el ejército, llegaron dos B-26 de esos que tiraban también por detrás y empezaron a tirar con la 50 encima de nosotros. A mí me picó casi en los pies una ráfaga larga. Sin calentar inicié una carrera sin soltar mi viejo Craque, que sólo tenía 15 balas y salté un mayal de tres mayas juntas que hoy todavía no me explico cómo lo logré sin clavarme una espina y sin un rasguño. Nada cosas del saltador Olímpico que todos tenemos

jueves, 21 de agosto de 2014

Historias, Narraciones y Cuentos



El duro
Alfredo Ballester Parra
    Año 1958. Iba yo al timón del jeep, mis pasajeros: el capitán Augusto Martínez, Auditor General del II Frente, Vazquecito y otros compañeros. Recuerdo que era un jeep Willy sin capota. Ya era como la una de la tarde. El día anterior había caído una pequeña llovizna que había terminado con el polvo. Acabábamos de pasar el almacén de café, a la orilla del camino de Soledad de Mayarí Arriba, cuando encima de nosotros hizo su aparición un avión caza T-33 a chorro, de los que Batista utilizaba contra nosotros. Al parecer andaba en misión de caza libre. Al detectarnos tomó altura bruscamente para ponerse en una posición cómoda de tiro, pues volaba un poco bajo. Al aparecer el avión, los ocupantes del vehículo en que viajábamos, como si hubiesen actuado a una voz de mando, al unísono, puestos de acuerdo en el segundo exacto, a la velocidad de la luz, se tiraron del vehículo y emprendieron una carrera de cerca de 350 metros hasta una altura en la cercanía. Yo me quedé tranquilo al timón del vehículo parado en el camino. No se ganaba para sustos en esos días. En días anteriores hicieron su aparición estruendosamente dos cazas P-51 de propelas, que pasaron rasantes encima del hospital de Soledad y por nada se llevan el techo: el susto fue tremendo. Después supimos que eran nuestros, que venían de Miami y habían aterrizado en la pista de Mayarí Arriba, enviados por el Movimiento 26 de Julio. Volviendo al T-33, el avión sólo realizó un pase, tiró una pequeña ráfaga alta, lejos y se retiró. Al parecer le quedaba poco combustible. Al ratito mis compañeros volvieron un poco amoscados, se acercaron lentamente y montaron en el jeep. Augusto, que es una persona muy seria, me dijo:”compadre, ¡qué sangre más fría! ¡Qué serenidad tienes!” Yo hice un gesto displicente con la mano, como restándole importancia al asunto, arranqué el motor y continuamos la marcha. Desde ese día tuve una aureola de tipo sereno con mis compañeros. La aviación, aparte del daño que hacía, jugaba un efecto psicológico. En los primeros días del triunfo cuando algún bromista en el cuartel Moncada daba la voz de avión había personas que actuaban por inercia y se tiraban al suelo. Muchos años después le confesé a un compañero lo que pasó aquel día en Soledad con el T-33. Sencillamente me paralicé, me congelé, me enredé entre el timón y la palanca de cambios, me perdí allí y sencillamente...no supe cómo salir.

La matica de café
    En la comarca había muchas como ella. Esta era tímida en extremo. Yo la había visto dos o tres veces, bonita, bien trigueña como su padre, menudita de cuerpo. Decían que era de una familia de curros. Estos curros oriundos de la región de Valencia eran bien prietos, parecían gitanos o árabes. Los españoles se metieron en todas las montañas del oriente del país y fundaron cientos de familias. Los padres eran españoles y los hijos criollos. Muchos se adentraron monte adentro y levantaron con sus espaldas grandes plantaciones de café, trabajaron y ahorraron mucho; mantenían sus formas de vida y costumbres; construyeron grandes y prácticas casas. Los había que llegaron casados muy jóvenes de la madre patria, otros conocieron a su pareja también española aquí, y también los había casados con cubanas. A todos los igualaba una cosa, vinieron a hacer fortuna, muchos la hicieron,  echaron raíces y acá se quedaron, muy pocos regresaron.
    Los españoles que vinieron a América eran ahorrativos y previsores, diferentes al criollo que por idiosincrasia gastaba mucho, no guardaba nada También en común tenían la crianza de las hijas, era un cliché. Las había bonitas, feas, flacas, gordas, pero para todas era igual, la mirada asustadiza como las venaditas del bosque, no se dejaban ver al llegar una visita, mucho menos si ésta era de hombres. Cuando era yo un adolescente pasé unas vacaciones en la casa de una de estas personas, amiga de mi padre, en el valle de Caujerí. Tenían una hija rubia, bonita por cierto, la vi muy pocas veces y eso que vivíamos bajo el mismo techo.
    El padre de esta trigueñita del cuento poseía una buena finca de café. Su madre era cubana, ya acostumbrada al servilismo rural de la época. El viejo tenía un hermano cerca  que tenía muchas más tierras que él. Nos veía pasar, pero no intervenía en nada, sabíamos que no le gustábamos, tal vez olía ya algo. La muchacha simpatizaba con los rebeldes, cosía a escondidas brazaletes y pañoletas con los colores del 26 de Julio y nos las enviaba con una de las recogedoras de café de la finca. De alguna forma el hombre se enteró y se lo prohibió. Sabe Dios por qué, por cuáles circunstancias, ni lo que pasó por la mente de aquella niña de 15 ó16 años, nunca lo sabremos, lo cierto es que un día decidió quitarse la vida.
    Esa mañana Amel Escalante y yo estábamos en el hospital de Soledad y vinieron con la noticia que la hija de fulano de tal había aparecido ahorcada, no se sabía cómo, en una matica de café. No había nadie a quien mandar y fuimos nosotros dos a investigar lo ocurrido. Amel había cursado el primer año de Medicina. Después de casi una hora de marcha a caballo llegamos a la hacienda. Era un gran caserón de madera con un cobertizo al lado de la casa y enfrente el consabido secadero de café. Había varias personas, todas mujeres. La descubrieron muy temprano en la mañana detrás del cobertizo arrodillada y al cuello una soguita amarrada a una matita pequeña de café que soportó el cuerpo pequeño de la chiquilla. Así como rezando la encontraron. Nos pasaron al cuarto donde estaba tendida a lo largo de su cama, con las manos juntas en el pecho, vestida de blanco y lleno el lecho de flores, parecía como dormida. Nos quedamos con dos de las mujeres de edad mediana y le pedimos que le quitaran las ropas y que la volteasen. No había nada, ni pequeños rasguños, ni golpes, ninguna señal de violencia. La desnudez virginal de aquella criatura, que nadie había visto en vida, nos conmovió. No queríamos mirarla, pero nos había traído hasta allí una tarea y teníamos que cumplirla y descartar cualquier otra cosa. Amel le hizo el tacto vaginal y me dijo que si quería comprobarlo. No me atreví a mancillar aquella doncellez. Le dije: “no, no hace falta”. Me dijo: “es virgen”. Descartamos cualquier violación u otro hecho y la cubrí con la sábana. No sé cómo aquel padre pudo vivir después. Tal vez este relato sea el homenaje de verdad póstumo a aquella muchachita que yace en un pequeño cementerio perdido en la serranía, tal vez en una tumba ya sin flores y olvidada, que no quiso o no pudo vivir su vida.

En apuros
    Dicen que el cubano piensa bien, pero tarde, yo creo que hay momentos en los que no se puede pensar y se deja para luego. Estos son ejemplos.
    Una noche, aburrido en el hotel Internacional, vieja construcción de la ciudad de Praga, después de comer un bistec empanizado, obstinado ya de las salchichas que comía afuera, en lugares populares, pues en el hotel todo era carísimo, me encaminé por la agradable oscuridad de la noche hacia la Embajada Cubana por una acera llena de árboles. A mi lado pasaban los praguenses con abrigos. Inexplicablemente yo, animal del trópico, sentía una temperatura agradable. Al llegar encontré a un  viejo español de guardia que ya había visto en este mismo lugar y que trabajaba en cuestiones de servicios. Tomé asiento y me propuse sacarle conversación sobre su vida. Él ya sabía que yo era militar. En esto llegaron dos muchachas cubanas muy jóvenes, después de atenderlas y al quedarnos nuevamente solos él me dijo que había estado en un campo de concentración nazi en Polonia y comenzó a narrarme la vida allí, el frío que hacía y sin tener con qué abrigarse, la comida una vez al día, era un agua oscura con algún pedazo de nabo, papa o zanahoria podrida. Cuando llegaban grupos nuevos de prisioneros seleccionaban a las mujeres jóvenes, algunas casi niñas, y las obligaban a prostituirse en lugares que tenían para la soldadesca; luego, al cabo del tiempo las enviaban a la cámara de gas. Que por entretenimiento cogían un tablón grueso, especie de un cepo, con una abertura sólo para la cabeza a duras penas, y entonces obligaban a las personas a pasar por allí, y al que no lo hacía, sencillamente lo mataban, que era increíble por donde aquellas personas lograban pasar su cuerpo. Yo le decía que si, que en un momento crucial uno hace cosas que luego no se puede explicar, que recordaba que en el combate de Cupeyal ,en el II Frente Oriental, el ejército de Batista logró llegar a un alto, guiado por el chivato Chano Silva. Cuando ellos se retiraron nosotros fuimos a recoger un herido de otro grupo de escopeteros y resultó que lo conocía, habíamos sido compañeros de trabajo en una mina. También recordaba que cuando desarmábamos los cazabobos, esto eran trampas explosivas que dejaba el ejército, llegaron dos B-26 de esos que tiraban también por detrás y empezaron a tirar con la 50 encima de nosotros. A mí me picó casi en los pies una ráfaga larga. Sin calentar inicié una carrera sin soltar mi viejo Craque, que sólo tenía 15 balas y salté un mayal de tres mayas juntas que hoy todavía no me explico cómo lo logré sin clavarme una espina y sin un rasguño. Nada cosas del saltador Olímpico que todos tenemos

Pinalito
    El  ciclón Flora soplaba con toda su intensidad en la zona de la Sierra Maestra y reculó cerca de Jiguaní. Los ríos crecieron hasta donde los muy viejos no recordaban. La gente que vivía cerca de los ríos tenía sus medidas históricas de lo máximo, pero éste era distinto, aquí los recuerdos y los hasta aquí subieron las aguas en el año tal, se fueron pal’ carajo. Los Ziles de tres diferenciales de Silva, el jefe del plan  de los caminos de montaña, feos y magníficos, carros de combate que los soviéticos fabricaron en la II Guerra Mundial para  el arrastre de piezas de artillería, parecían una bola de fango. Arrastraban el lodo pegajoso de la Sierra, sacaban gente de dondequiera, de todos los lugares. Muchos de los viejos no querían salir, en muchos casos hubo que utilizar casi la violencia y por esto se ahogaron menos. Los helicópteros M-4 salieron de la capital en flotilla contra todos los argumentos de los especialistas amigos, pero era necesario hacerlo y pusieron al frente al viejo Policarpo. Después él me contaba que cuando sobrevolaban en las cercanías de Holguín, un poco después de esta ciudad, se confundió y pensó que se había perdido, y que volaba encima del golfo de Guacanayabo, porque no veía tierra por ningún lado. Era todo el llano del Cauto inundado. El agua llegaba al pico de las palmas reales, a duras penas pudieron orientarse.
    Ese día yo me encontraba en el Partido Regional  con Silva y Fello, analizábamos la situación, cuando nos llegó la noticia que Pinalito, un pequeño caserío de la Sierra Maestra, había sido sepultado por un deslizamiento de tierra. De inmediato tomamos ese rumbo. El camino era un lodazal, yo iba al timón, tuvimos que utilizar uno de los Ziles. La lluvia era intensa, la humedad tremenda. Cruzamos un pequeño arroyo antes de comenzar las grandes lomas. El agua casi daba en los guardafangos de estos altos carros, por un minuto sentí que el vehículo flotaba pero por suerte volvió a agarrarse del fondo. La tierra dejó de ser vegetal. La lluvia había formado profundas zanjas. Ya en el firme el camino mejoraba un poco. Por fin, después de casi tres horas de marcha, desde una de las alturas vimos un inmenso charco de agua donde antes había estado el pueblecito, se había convertido en una presa o un lago, topográficamente.
Pinalito era un caserío en el estribo de una montaña, de unas 40 ó 50 casas y una tienda a la orilla de un río. Las intensas lluvias provocaron el deslizamiento de una gran masa de tierra, piedras y lodo que sepultó el lugar, obstruyó el cauce y lo represó. Las aguas retrocedieron y formando una presa quedaron debajo casas y tienda. Ya los vecinos aprovechaban que el agua no había reventado la cortina accidental y sacaban o trataban de salvar algunos alimentos. Nos detuvimos, todo estaba debajo de la tierra o del agua. Casi todas las personas se evacuaron. Todo sucedió en cuestión de minutos: sintieron un gran ruido parecido a algo que arrastraban, muchos pudieron ver lo que pasaba y daban la voz de alarma. El asunto era correr, salir de las casas.
    Llegamos a un alto donde había una escuela primaria. Existía gran agitación. Unos momentos antes había ocurrido allí entre aquellas personas un hecho dramático: una mujer joven gritaba en alta voz que no había podido sacar a su criatura y la llamaba a gritos, quería volver al lugar y era sujetada por familiares. Otra, también joven, le cantaba a la suya, a la que tenía envuelta en una manta. La que perdió el hijo, en uno de sus paseos en llanto, le llamó la atención la manta y le destapó la cara al niño. Entonces se lo arrebato gritando: ¡Es mi hija! ¡Es mi hija! La otra se aferraba al cuerpo de la criaturita, intervinieron los vecinos y comprobaron que la niña era de la que se lamentaba.
    En la tragedia ambas mujeres habían perdido a sus criaturas. Una de ellas salvó la de la otra pensando que era la suya, y ahora se aclaraba el asunto. A pesar de los gritos de la que tenía la niña, tuvo que entregarla. Así las sorprendió el amanecer, una arrullaba a su niña, la otra arrullaba en sus brazos vacíos a su niña ausente.