miércoles, 27 de agosto de 2014

La matica de café



La matica de café
Por Alfredo Ballester Parra
    En la comarca había muchas como ella. Esta era tímida en extremo. Yo la había visto dos o tres veces, bonita, bien trigueña como su padre, menudita de cuerpo. Decían que era de una familia de curros. Estos curros oriundos de la región de Valencia eran bien prietos, parecían gitanos o árabes. Los españoles se metieron en todas las montañas del oriente del país y fundaron cientos de familias. Los padres eran españoles y los hijos criollos. Muchos se adentraron monte adentro y levantaron con sus espaldas grandes plantaciones de café, trabajaron y ahorraron mucho; mantenían sus formas de vida y costumbres; construyeron grandes y prácticas casas. Los había que llegaron casados muy jóvenes de la madre patria, otros conocieron a su pareja también española aquí, y también los había casados con cubanas. A todos los igualaba una cosa, vinieron a hacer fortuna, muchos la hicieron,  echaron raíces y acá se quedaron, muy pocos regresaron.
    Los españoles que vinieron a América eran ahorrativos y previsores, diferentes al criollo que por idiosincrasia gastaba mucho, no guardaba nada También en común tenían la crianza de las hijas, era un cliché. Las había bonitas, feas, flacas, gordas, pero para todas era igual, la mirada asustadiza como las venaditas del bosque, no se dejaban ver al llegar una visita, mucho menos si ésta era de hombres. Cuando era yo un adolescente pasé unas vacaciones en la casa de una de estas personas, amiga de mi padre, en el valle de Caujerí. Tenían una hija rubia, bonita por cierto, la vi muy pocas veces y eso que vivíamos bajo el mismo techo.
    El padre de esta trigueñita del cuento poseía una buena finca de café. Su madre era cubana, ya acostumbrada al servilismo rural de la época. El viejo tenía un hermano cerca  que tenía muchas más tierras que él. Nos veía pasar, pero no intervenía en nada, sabíamos que no le gustábamos, tal vez olía ya algo. La muchacha simpatizaba con los rebeldes, cosía a escondidas brazaletes y pañoletas con los colores del 26 de Julio y nos las enviaba con una de las recogedoras de café de la finca. De alguna forma el hombre se enteró y se lo prohibió. Sabe Dios por qué, por cuáles circunstancias, ni lo que pasó por la mente de aquella niña de 15 ó16 años, nunca lo sabremos, lo cierto es que un día decidió quitarse la vida.
    Esa mañana Amel Escalante y yo estábamos en el hospital de Soledad y vinieron con la noticia que la hija de fulano de tal había aparecido ahorcada, no se sabía cómo, en una matica de café. No había nadie a quien mandar y fuimos nosotros dos a investigar lo ocurrido. Amel había cursado el primer año de Medicina. Después de casi una hora de marcha a caballo llegamos a la hacienda. Era un gran caserón de madera con un cobertizo al lado de la casa y enfrente el consabido secadero de café. Había varias personas, todas mujeres. La descubrieron muy temprano en la mañana detrás del cobertizo arrodillada y al cuello una soguita amarrada a una matita pequeña de café que soportó el cuerpo pequeño de la chiquilla. Así como rezando la encontraron. Nos pasaron al cuarto donde estaba tendida a lo largo de su cama, con las manos juntas en el pecho, vestida de blanco y lleno el lecho de flores, parecía como dormida. Nos quedamos con dos de las mujeres de edad mediana y le pedimos que le quitaran las ropas y que la volteasen. No había nada, ni pequeños rasguños, ni golpes, ninguna señal de violencia. La desnudez virginal de aquella criatura, que nadie había visto en vida, nos conmovió. No queríamos mirarla, pero nos había traído hasta allí una tarea y teníamos que cumplirla y descartar cualquier otra cosa. Amel le hizo el tacto vaginal y me dijo que si quería comprobarlo. No me atreví a mancillar aquella doncellez. Le dije: “no, no hace falta”. Me dijo: “es virgen”. Descartamos cualquier violación u otro hecho y la cubrí con la sábana. No sé cómo aquel padre pudo vivir después. Tal vez este relato sea el homenaje de verdad póstumo a aquella muchachita que yace en un pequeño cementerio perdido en la serranía, tal vez en una tumba ya sin flores y olvidada, que no quiso o no pudo vivir su vida.

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