Emilio
Por Alfredo Ballester Parra
Amanecía con una densa neblina, desde la
madrugada caía una fría y fina llovizna. En este nuevo lugar solo llevábamos un
par de días, todavía no habíamos terminado de acomodarnos, esta mudanza
apresurada obedecía a que se esperaba una gran ofensiva por parte del enemigo
sobre el frente. No sé cuántos pasos de ríos tuvimos que cruzar para llegar a
la zona de Santa Catalina, al oeste de Guantánamo. Casi todo el camino era
entre dos lomas, por el cauce antiguo y seco del río, llenos de chinas pelonas
azules, negras y blancas, donde el río actual serpenteaba a capricho.
No sé si fue una orden o una coincidencia
que la fábrica de bombas, con Gilberto Cardero al frente, y nuestro recién
formado departamento de propaganda, con Papito Sergera, nos uniéramos. Estaban los campamentos casi juntos, solo nos
separaba la arboleda del patio de la casa que ocupábamos. Los compañeros de la
fábrica de bombas lo habían hecho en la casa de vaca o la vaquería colindante.
Este lugar nos los indico el alcalde del barrio, un hombrón amulatado de
apellido Fuentes, era al parecer la casa de un emigrante o descendientes de
algún caribeño anglófono por los libros que encontré.
La noche antes había sido molesta para mí,
me entró un insecto en uno de los oídos, Emilio y Cuza para sacármelo me
echaron orine caliente y por último tuvieron que utilizar un gancho que me
lastimó y aún conservo la cicatriz. Estaba oscuro
todavía cuando Emilio se acercó a mi
hamaca y me dijo: “dice Papito que vayas conmigo”, me erguí y le pregunte: “a dónde”.
Me contestó: “a llevar unas minas para el Alto de la Victoria, porque los
guardias están tratando de entrar”. Me puse las botas y la cartuchera con el 38
y nos dirigimos a la cocina de la fábrica, por un poco de café y unas malangas
sancochadas. Ya Emilio había preparado las bestias, solo faltaba la mía,
minutos después emprendimos la marcha. Emilio montaba un mulo de cabalgadura y
cogido con una soga el mulo de carga, con dos minas de las grandes. Tratábamos
de adelantar oscuro lo que
pudiésemos, pues la aviación enemiga nos castigaba casi diariamente. Había una
buena cueva natural, cerca de la fábrica, en el cauce del río, donde nos
refugiábamos junto a varias familias que vivían en los contornos.
Emilio era un negro corpulento, más bien
gordo, alto, cari redondo y de ancha sonrisa; tenía un metal de voz aflautado
de falsete, y fino que contrastaba con su figura, su hablar era pausado, tenía
una barba insurta y los ojos grandes.
Era descendiente de emigrantes haitianos, había sido recogedor de café en la Sierra Maestra y la
zona de Pilón, todo esto como jornalero de vales o sea, que no le pagaban en
efectivo sino con un papelito para comprar mercancía en la tienda que, por lo
regular, era del patrón que daba el vale.
Era un hombre muy fuerte, acostumbrado al trabajo duro, al aire libre,
muy sano, noble de espíritu, simple, con gran corazón, de fácil risa, muy
querido por sus compañeros por su nobleza y humildad. Llevaba tiempo en la
fábrica, allí cumplía diversas tareas, una de ellas era sacar el TNT
(explosivo) de las bombas de la aviación que no explotaban para confeccionar
las minas terrestres (boniatos); también conocía de herrería, de animales y
otras tareas del campo. No sé quién lo llamo Tanganica, este apodo lo trajo de la Sierra Maestra, y así
lo conocían muchos, yo le llamaba por su nombre, Emilio.
Continuamos el camino entre cuentos,
cigarros, tayuyitos de tabacos que fumaba Emilio, avizorando el cielo y
agudizando el oído para que el sonido de avión no nos sorprendiera en un
descampado. Después de algunas horas de aquel camino casi todo subiendo y entre
fangales llegamos al alto de la
Victoria, este lugar era un pequeño cañón natural, o sea, un
paso estrecho entre dos lomas, debajo, el llano del valle de Guantánamo. No
vimos rebeldes hasta no estar dentro del desfiladero, enseguida nos topamos a
Samuel Rodiles y a Manuel Piñeiro que
salieron a recibirnos, aunque el saludo tuvo que esperar un rato pues la
aviación enemiga comenzó a ametrallar el lugar y tuvimos que guarecernos. Allí
nos enteramos que los casquitos habían matado a un compañero, dejaron su
cadáver, exprofeso, en el camino del llano, tirado, y los camiones y tanquetas
que empleaban contra nosotros en su ir y venir le pasaban por encima, lo habían
convertido prácticamente en una masa sanguinolenta e irreconocible. En este
combate también a un casquito, Elmer, que había sido mi compañero de juegos en
la niñez, que era chofer o ametralladorista de una de las tanquetas enemigas, al sacar la cabeza recibió un tiro
en medio de la frente, muriendo en el acto.
Al cabo de dos horas nos retiramos del
lugar y ya de noche llegamos a nuestro
campamento. Después de una no muy larga permanencia en este lugar de Santa
Catalina nos trasladamos con el departamento para la Somanta, pero a Emilio lo
veía a cada rato, siempre era el mismo en cualquier condición, nunca lo vi
bravo, sino optimista y de buen carácter por naturaleza, cuando había comida
era de buen apetito y cuando no, pues con café y uno de sus tayuyito él estaba
feliz.
Un día me
enteré que lo habían traído herido de bala del combate de Ocujal (la Zanja), fue en una pierna,
allí tuvo una actitud propia de él, no podía ser de otra forma, pues no sería
Emilio, me contaron que aún herido alentaba y arengaba a los compañeros. Lo trajeron
al hospital de Soledad de Mayarí Arriba, lo fui a ver, él, tranquilo, como
siempre; la pierna se le complicó, cogió gangrena. Esa noche me quedé en el
hospital en la sala de pacientes, acostado en una de las camas sin dormir solo miraba el techo, separado por
un tabique de madera, los médicos le amputaban la pierna a Emilio. Nunca me
había percatado del olor tan intenso de la sangre humana, un olor penetrante y
dulzón, nada agradable llenaba el lugar, cuando dormitaba se metía en mi nariz y me despertaba sobresaltado, tuve esta
sensación por varios días dentro del
cerebro, terminaron casi de madrugada, tuve que ausentarme del lugar.
Emilio no sobrevivió, la gangrena no se
detuvo, lo enterramos cerca de donde lo habíamos hecho con su pierna, en el pequeño cementerio nuevo que
se había construido entre Soledad y Mayarí Arriba. La muerte de Emilio nos
afectó a todos. A los pocos días en Calabaza de Sagua los compañeros de la
fábrica le demostraban a Raúl el M-26
(granada que se lanzaba con un fusil). Mientras esperábamos por el jefe del
frente, el jefe de la fábrica, Gilberto, se me acercó y me dijo, afectado,
hazme una carta para entregársela a Raúl con el fin que me autorice ponerle a
la fábrica de bombas el nombre de Emilio. Yo tomé el lápiz y el papel que me
entregaba y escribí: “Comandante Raúl Castro Ruz, en mi nombre y el de mis
compañeros permítame poner el nombre de ese magnifico y leal hombre, ese coloso
de ébano que fue el compañero Emilio Bárcena Pier, etc., etc”. Cuando Gilberto le dio la nota a Raúl este la
leyó, miró a los que allí nos encontrábamos e hizo un gesto triste de
aprobación con la cabeza sin pronunciar palabras.
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