viernes, 22 de agosto de 2014

Emilio



Emilio
Por Alfredo Ballester Parra
    Amanecía con una densa neblina, desde la madrugada caía una fría y fina llovizna. En este nuevo lugar solo llevábamos un par de días, todavía no habíamos terminado de acomodarnos, esta mudanza apresurada obedecía a que se esperaba una gran ofensiva por parte del enemigo sobre el frente. No sé cuántos pasos de ríos tuvimos que cruzar para llegar a la zona de Santa Catalina, al oeste de Guantánamo. Casi todo el camino era entre dos lomas, por el cauce antiguo y seco del río, llenos de chinas pelonas azules, negras y blancas, donde el río actual serpenteaba a capricho.
    No sé si fue una orden o una coincidencia que la fábrica de bombas, con Gilberto Cardero al frente, y nuestro recién formado departamento de propaganda, con Papito Sergera, nos uniéramos. Estaban  los campamentos casi juntos, solo nos separaba la arboleda del patio de la casa que ocupábamos. Los compañeros de la fábrica de bombas lo habían hecho en la casa de vaca o la vaquería colindante. Este lugar nos los indico el alcalde del barrio, un hombrón amulatado de apellido Fuentes, era al parecer la casa de un emigrante o descendientes de algún caribeño anglófono por los libros que encontré.
    La noche antes había sido molesta para mí, me entró un insecto en uno de los oídos, Emilio y Cuza para sacármelo me echaron orine caliente y por último tuvieron que utilizar un gancho que me lastimó y aún conservo la cicatriz. Estaba oscuro todavía cuando Emilio se acercó a mi hamaca y me dijo: “dice Papito que vayas conmigo”, me erguí y le pregunte: “a dónde”. Me contestó: “a llevar unas minas para el Alto de la Victoria, porque los guardias están tratando de entrar”. Me puse las botas y la cartuchera con el 38 y nos dirigimos a la cocina de la fábrica, por un poco de café y unas malangas sancochadas. Ya Emilio había preparado las bestias, solo faltaba la mía, minutos después emprendimos la marcha. Emilio montaba un mulo de cabalgadura y cogido con una soga el mulo de carga, con dos minas de las grandes. Tratábamos de adelantar oscuro lo que pudiésemos, pues la aviación enemiga nos castigaba casi diariamente. Había una buena cueva natural, cerca de la fábrica, en el cauce del río, donde nos refugiábamos junto a varias familias que vivían en los contornos.
 Emilio era un negro corpulento, más bien gordo, alto, cari redondo y de ancha sonrisa; tenía un metal de voz aflautado de falsete, y fino que contrastaba con su figura, su hablar era pausado, tenía una barba insurta y los  ojos grandes. Era descendiente de emigrantes haitianos, había sido recogedor de café en la Sierra Maestra y la zona de Pilón, todo esto como jornalero de vales o sea, que no le pagaban en efectivo sino con un papelito para comprar mercancía en la tienda que, por lo regular, era del patrón que daba el vale.  Era un hombre muy fuerte, acostumbrado al trabajo duro, al aire libre, muy sano, noble de espíritu, simple, con gran corazón, de fácil risa, muy querido por sus compañeros por su nobleza y humildad. Llevaba tiempo en la fábrica, allí cumplía diversas tareas, una de ellas era sacar el TNT (explosivo) de las bombas de la aviación que no explotaban para confeccionar las minas terrestres (boniatos); también conocía de herrería, de animales y otras tareas del campo. No sé quién lo llamo Tanganica, este apodo lo trajo de la Sierra Maestra, y así lo conocían muchos, yo le llamaba por su nombre, Emilio.
    Continuamos el camino entre cuentos, cigarros, tayuyitos de tabacos que fumaba Emilio, avizorando el cielo y agudizando el oído para que el sonido de avión no nos sorprendiera en un descampado. Después de algunas horas de aquel camino casi todo subiendo y entre fangales llegamos al alto de la Victoria, este lugar era un pequeño cañón natural, o sea, un paso estrecho entre dos lomas, debajo, el llano del valle de Guantánamo. No vimos rebeldes hasta no estar dentro del desfiladero, enseguida nos topamos a Samuel Rodiles y a  Manuel Piñeiro que salieron a recibirnos, aunque el saludo tuvo que esperar un rato pues la aviación enemiga comenzó a ametrallar el lugar y tuvimos que guarecernos. Allí nos enteramos que los casquitos habían matado a un compañero, dejaron su cadáver, exprofeso, en el camino del llano, tirado, y los camiones y tanquetas que empleaban contra nosotros en su ir y venir le pasaban por encima, lo habían convertido prácticamente en una masa sanguinolenta e irreconocible. En este combate también a un casquito, Elmer, que había sido mi compañero de juegos en la niñez, que era chofer o ametralladorista de una de las tanquetas  enemigas, al sacar la cabeza recibió un tiro en medio de la frente, muriendo en el acto.
    Al cabo de dos horas nos retiramos del lugar y  ya de noche llegamos a nuestro campamento. Después de una no muy larga permanencia en este lugar de Santa Catalina nos trasladamos con el departamento para la Somanta, pero a Emilio lo veía a cada rato, siempre era el mismo en cualquier condición, nunca lo vi bravo, sino optimista y de buen carácter por naturaleza, cuando había comida era de buen apetito y cuando no, pues con café y uno de sus tayuyito él estaba feliz.
Un día me enteré que lo habían traído herido de bala del combate de Ocujal (la Zanja), fue en una pierna, allí tuvo una actitud propia de él, no podía ser de otra forma, pues no sería Emilio, me contaron que aún herido alentaba y arengaba a los compañeros. Lo trajeron al hospital de Soledad de Mayarí Arriba, lo fui a ver, él, tranquilo, como siempre; la pierna se le complicó, cogió gangrena. Esa noche me quedé en el hospital en la sala de pacientes, acostado en una de las camas  sin dormir solo miraba el techo, separado por un tabique de madera, los médicos le amputaban la pierna a Emilio. Nunca me había percatado del olor tan intenso de la sangre humana, un olor penetrante y dulzón, nada agradable llenaba el lugar, cuando dormitaba se metía en mi nariz  y me despertaba sobresaltado, tuve esta sensación  por varios días dentro del cerebro, terminaron casi de madrugada, tuve que ausentarme del lugar.
     Emilio no sobrevivió, la gangrena no se detuvo, lo enterramos cerca de donde lo habíamos hecho con  su pierna, en el pequeño cementerio nuevo que se había construido entre Soledad y Mayarí Arriba. La muerte de Emilio nos afectó a todos. A los pocos días en Calabaza de Sagua los compañeros de la fábrica  le demostraban a Raúl el M-26 (granada que se lanzaba con un fusil). Mientras esperábamos por el jefe del frente, el jefe de la fábrica, Gilberto, se me acercó y me dijo, afectado, hazme una carta para entregársela a Raúl con el fin que me autorice ponerle a la fábrica de bombas el nombre de Emilio. Yo tomé el lápiz y el papel que me entregaba y escribí: “Comandante Raúl Castro Ruz, en mi nombre y el de mis compañeros permítame poner el nombre de ese magnifico y leal hombre, ese coloso de ébano que fue el compañero Emilio Bárcena Pier, etc., etc”.  Cuando Gilberto le dio la nota a Raúl este la leyó, miró a los que allí nos encontrábamos e hizo un gesto triste de aprobación con la cabeza sin pronunciar palabras.

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