Alfredo Ballester Parra
Villa Évora, situada en la cima
de una pequeña colina, en la entrada del poblado de Guisa, capital por aquel
entonces de la Sierra Maestra, construida en forma de una ele gruesa, toda con
tablas de palma real, pintada de un beige claro, pisos de mosaicos con dibujos
y colores suaves, techo de yarey y guano, puertas amplias y cómodas, llena de
grandes ventanas con barrotes, que miraban hacia el verde intenso que la
rodeaba, que dejaban penetrar el aire y los olores verdes de las plantas, diferentes
variedades de jazmín del cabo, jazmín de noche, con sus tímidas fragancias
durante el día y su derrame prodigioso durante la noche; predominaban las
naranjas y toronjas sembradas
alrededor de la casa, que con el suave aroma de las flores de azahares llenaban
los sentidos: existe una profusión lujuriosa tal de la naturaleza con las
plantas que da la sensación de penetración dentro de la morada en una perfecta
armonía con esta, que forman un todo de
luz y color, comodidad e intimidad.
Desde la verja de la entrada
había que subir un buen pedazo por una carrilera de concreto para autos,
flanqueada por altos árboles que formaban un techo, se llegaba hasta un hermoso
portal bajo, de troncos rústicos, lleno de clarines blancos, y otras plantas
trepadoras, con flores de varios matices; antes de llegar a este existía un
recodo; se tenía la sensación de que si la casa tuviese cola la agitaría cada
vez que uno llegara a ese lugar. Aquí se entreveía parte de la casa oculta
entre la vegetación, el camino del frente es de lajas de los ríos y arroyos de
la Sierra Maestra, continúa el camino a lo largo de la casa con una bajada
donde, al final, un garaje que se adentra en el edificio principal, como
especie de un sótano para varios autos. De la espaciosa sala nace un pasillo
que conduce a diferentes habitaciones, muy bien situadas para todos los gustos,
grandes, chicas, más íntimas, menos privadas, algunas con varias juveniles y
coquetas camas, los espejos son de color lila. En la sala una puerta lateral da
salida a un ancho portal o corredor que abarca todo el largo de las
habitaciones, una amplia y confortable cocina al fondo con grandes ventanales
que enlaza con una terraza portal lateral baja, más amplia que la principal, a
la que se llega también en vehículo; de aquí parte un sendero inclinado de
cemento, con flores silvestres a ambos lados, que va subiendo hasta un alto
mirador rústico y amplio, en los bajos una plazoleta de lajas que alberga una
profunda piscina que nunca llenamos. Otros senderos de cemento conducen a
varias construcciones del mismo estilo que alojaba a la servidumbre, almacenes,
despensas y otros usos. Los muebles los componen taburetes y varios tipos de
asientos prácticos y cómodos de maderas del país en armonía con la
construcción.
El lugar es un bosque lleno de
grandes árboles exóticos, según cuentan traídos de países lejanos en los viajes
de Rosina, que fuera reina de belleza,
además de pintora, esposa del dueño, arrocero y propietario de un central
azucarero cercano, un millonario que vivía en Manzanillo, y que la utilizaba como lugar de veraneo, en
fin, un hermoso, fresco y acogedor bohío grande, donde viví en los días que era
el jefe militar de la Sierra Maestra. Aunque lo que digo indique lo contrario,
no era una mansión, no existía nada suntuoso, ni siquiera elegante, de lujo o
fatuo: todo era práctico y rústico; era sólo un bonito lugar. Por allí pasaron
muchas figuras de la literatura de nuestra América: algunos artistas cubanos,
personalidades militares del país. Por la ternura que de ella emanaba y por el
parecido físico a mi madre recuerdo a Eloísa Álvarez Guedes. Punto de parada en
su peregrinar en la Sierra Maestra de la teniente Olguita Guevara, una de las
Marianas. Del primer beso robado que le di a Ana frente a aquel viejo piano, de
mi luna de miel, de las tortillas de huevos y papas batidas que hacía Ana en
las madrugadas; de largas reuniones para dirigir la política a los montañeses,
del ciclón Flora, de la distribución de las donaciones internacionales a los campesinos, de la Segunda Ley de
Reforma Agraria, de los planes para capturar infiltraciones y bandidos, de las
naranjas enviadas a los círculos infantiles de Bayamo. De escuchar las
canciones del longplay de los Polacos Mazowsze. De la figuras de cera de Batarrechea.
De las pesadillas que tenía mi amigo Silva las pocas veces que allí dormía. De
la deliciosas quietud de las mañanas cargadas de pájaros. De momentos buenos y
otros los menos, malos. Desde este lugar de ensueños diseñamos los sueños de
aquel entonces, tal vez en las distancia un poco idealicé el recuerdo como
suele suceder, esto fue hace mucho tiempo, en el 63.
Con mi amigo Fello, que fue el
primer secretario del PCC en aquellos
tiempos, fuimos hace poco al lugar, ya la casa no existe, nos dijeron unos
hombres allí sentados que recientemente
se cayó, sólo vimos los pisos, sentí como cuando se pierde un amigo, existe
ahora sólo en la memoria. Lo que escribo es una pequeña despedida de duelo a
aquel entrañable lugar mágico que fue parte de mi juventud; se apagó sin
aspaviento, tal como había vivido. Descansa en paz, querida amiga, en nombre de
todos lo que te conocimos. Gracias por acompañarnos en este momento… Amén.
ALÍ
Alí es un niño afar (etnia nómada) de once años, vivaracho, cariñoso,
inteligente y travieso, precisamente por estas cualidades me fijé en él. Me
llamó la atención su sonrisa, su figura inquieta y delgada. En la carretera
casi todos los días parado saludando a nuestros vehículos y gritándoles en un
perfecto español a los cubanos: “oye, chico”. Esta etnia era muy recelosa,
mantenía cierta distancia con nosotros, y era extraño lo que se producía con
este niño.
Hacía poco tiempo que había
terminado la guerra, nuestro campamento estaba en Arba, zona semidesértica, en
la carretera que va al puerto de Assad, Adis Abeba, era un lugar construido por
los italianos. Organizamos los grupos de clases en las cercanías al aire libre
y Ali siempre se detenía a escuchar, de esta forma comenzó a comprender nuestro
idioma y el significado de las cosas. Nuestra zona de estudio coincidía con la
del pastoreo de los afars, él aprovechaba su tarea, que era la vigilia de los
chivos y ovejas, y trababa relaciones con nuestros compañeros. Yo lo conocí más
de cerca cuando encontrándome recorriendo los grupos de clases en el terreno,
se me acercó descaradamente, me dio la mano y comenzó a decirme algo que no
entendí, entonces me enseñó los genitales y comenzó a quejarse. Era que en esos
días había sufrido la circuncisión que por ley tenían que sufrir los varones de
la religión musulmana y tenía una infección en el pene. Un médico nuestro le
reconoció la parte afectada y le dio medicamentos, a los pocos días ya estaba
completamente restablecido, su alegría no tenía límites, nos abrazaba y nos
daba las manos veinte veces al día, diciendo: ”Cuba Turuno” (Cuba Bueno).
Siempre veíamos aquella figurita
con sus milenarias ropas blancas, típicas de los afars, que consistía en una
tela que se envolvía alrededor del cuerpo, un gran cuchillo a la cintura y un
palo o cayado en las manos, corriendo detrás de los chivos y carneros que se
alejaban de la manada, saludando con gritos y manos al paso de nuestros
vehículos. Cada vez que nos encontrábamos me enseñaba pequeñas cortaduras y
golpes para que lo viera el médico, diciéndome en español: “tú, jefe”. Así
comenzó a hacer amigos entre los nuestros y llamar por su nombre a muchos de
ellos, pero siempre manteniendo una distancia. Su padre vivía en las cercanías
al igual que otras familias, en casas hechas de palos, pajas y materiales
locales en forma de un iglú esquimal, una mayor para el hombre, rodeada de
varias que ocupaban las esposas y sus proles. El número de esposas estaba dado
por la cantidad de dromedarios, chivos y carneros que el propietario tenía, lo
que daba las riquezas del mismo. El padre de Alí tenía varias esposas y poseía
un buen número de animales, creo que Alí era uno de los mayores.
Nosotros veíamos a los afars. El
poblado de Arba eran 20 ó 25 casas y bares hechos de barro, con prostitutas de
muchas etnias que poblaban el país, (menos afars). Un paraje casi lunar. Los
afars habitaban a nuestro alrededor, siempre nos saludaban, pero no nos
hablaban ni se mezclaban con nosotros como el resto de las etnias, eran
herméticos y recelosos, además entenderse con ellos era muy difícil. De pronto
Alí se convirtió en nuestro intérprete, pues ya venía con frecuencia a visitar
a nuestros médicos y traía pacientes. Alí traducía al afariña las indicaciones
que el médico les daba. Cuando la persona era algún anciano con impedimentos
físicos, se las agenciaba para que algún vehículo nuestro lo trasladara a su
campamento.
Alí tenía sus leyes, no se dejaba correr máquina y discutía sus puntos de
vista, fue apegándose a nosotros y sus visitas se hicieron diarias, me presentó
a sus hermanitos y le enseñó a la más pequeña de las hembras que cantara La
Guantanamera. Su saludo a un cubano era: “topa”, en la forma que hacen nuestros
atletas y que era usado por nuestra gente. Recuerdo el caso de una niña de 11 ó
12 años, ingresada en nuestro hospital. Un hermano de ella se quedaba todo el
tiempo y sólo rezaba, los familiares vinieron un domingo a verla y le trajeron
leche cortada y platanitos, pues tenía temor de comer nuestras comidas, hasta
que comenzó a comerla y decía que le gustaba, tampoco se quería inyectar y
formaba una perreta por ambas cosas. Alí la convenció, las compañeras cubanas
del hospital le hicieron un pijama pero se negó rotundamente a ponérsela, decía
que las mujeres no usaban pantalón y no hubo manera de convencerla. Al
principio había que obligarla a bañarse, después le cogió el gusto y lo hacía
ella sola.
Ya para esa fecha en nuestro
campamento teníamos una pareja de monos mandriles que no se iban y se pasaban
la noche corriendo por encima de aquellos techos de zinc. A media noche
despertábamos pensando en un bombardeo, estaban todo el día peleando. Alí me
explicó que si se iban a la manada, ésta los mataba por haber convivido con las
personas. Ya para esta fecha Alí era muy popular en nuestro campamento, los
vehículos le fascinaban. Me decía: “oye, jefe, cuántos dromedarios tú quieres
por el jeep”. Yo en broma le decía que dos, entonces muy serio me respondía:
“mira yo darte tres”, yo entonces contestaba que lo pensaría.
Cuando me hacía la visita
manteníamos largas conversaciones, todo le interesaba, a veces lo invitaba a
comer pero no aceptaba, sólo se tomaba el chai (té).
Cerca de donde estábamos había un
pequeño central azucarero, construido por los holandeses, algunos compañeros
fueron y llevaron a Alí, él nunca había cruzado de Awash, pueblecito de las
inmediaciones con 50 ó 60 casitas hechas de barro y estiércol y un café donde
la dueña era griega, mujer de edad madura que dominaba el italiano y el inglés,
viuda de un etíope. En el central había una piscina y convencieron a Alí para
que se metiera en ella, pues los afars sólo se bañaban en los ríos y cargaban
en sus odres las aguas estancadas del camino en las huellas profundas que
dejaban los vehículos en sus continuos pasos. Se bañó en ella, al principio con
mucho temor, pero nuestra gente le infundió confianza. Este baño lo alegró
mucho, chillaba como todos los niños con la extrañeza del resto de los
pilluelos que por allí merodeaban que le preguntaban qué era él y Ali les
decía: “yo cubano, yo cubano”.
Así seguían las cosas hasta que
un día dejó de venir. Al pasar varios días comenzó a preocuparnos, no sé en qué
forma nos enteramos que el padre lo había castigado, pues alguien le había
regalado una camisa verde olivo y él se la había puesto, con esto había violado
una costumbre tribal, pero esto demuestra hasta qué punto él estaba
identificado con nosotros.
Una tarde me acerqué por donde
más o menos vivía, preguntando por él, pero no pude averiguar nada sobre su
paradero, pues los afars eludían mis preguntas, hasta que un día Alí apareció y
al indagar qué le había pasado, respondía evasivamente: “afars no entienden”.
Cerca había una granja Malkaseti,
y al frente de ella estaba un etíope del grupo amaro, Malako, que era ingeniero
agrícola; comenzó a tener contacto con nosotros y se maravillaba de cómo los
cubanos, después de ayudarlo con los tractores, al terminar los trabajos con
ellos les daban mantenimiento. El padre de este hombre había sido pionero de la
aviación en Etiopía. En algunas ocasiones la granja tenía problemas con las
turbinas del agua o con los tractores y al solicitarnos ayuda, los cubanos
auxiliaban. A Malako le llamaba la atención cuando Alí, siendo afar, venía con
nosotros. Así pasaron los meses, al regresar nuevamente a Arba, pues había
estado de vacaciones en Cuba, tuve que ingresar en el hospital, contraje unas
fiebres que al final resultó malaria y al tener que trasladarme a una nueva
ubicación a varios cientos de kilómetros del lugar anterior, una madrugada,
encontrándome todavía en el saco de dormir se me apareció Alí en el cuarto,
vestido con ropa verde olivo, que le quedaba sumamente grande. Ante mi
extrañeza y al preguntarle cómo había venido hasta allí, me dijo que lo había
hecho solo, en un camión etíope, que él había hablado con su padre y éste lo
había autorizado. No quedé muy convencido con esta respuesta, pues
anteriormente teníamos la experiencia de dos niños que se habían cobijado con
nosotros, uno huérfano que habían encontrado vagando y otro abandonado por su
madre, y los artilleros los habían encontrado en el lugar que utilizábamos como
polígonos para el tiro de la artillería. Estaban entre unos zarzales, casi en
estado de inanición y los trajeron al campamento, teniéndolos casi dos meses
acostados y alimentándolos.
Estos niños se habían encariñado y apegado tanto a nosotros que dependían
enteramente en costumbres, idiomas, hábitos alimenticios, etc. Y yo pensaba que
al regresar a nuestro país esto sería una problemática para ellos y para
nosotros al tener que dejarlos, además las ordenanzas militares eran rigurosas
en este sentido. El problema del país no era la solución a dos o tres niños y
esta situación existía en miles de niños y el Consejo Administrativo
Provisional Militar (CAMP) estaba dando solución a esta secuela del feudalismo.
Pues, como dije, no había quedado muy conforme con la respuesta que él me había
dado. Yo sabía que los afars no salen de su zona; además, Alí nunca había hecho
un trayecto tan largo. Acepté lo que me dijo y ordené que le dieran de comer.
Me puse a hacer indagaciones de qué había ocurrido realmente y supe lo
siguiente: al salir los últimos vehículos del campamento que dejábamos, él se
encontraba parado en la puerta principal, al pasar el último lo detuvo y le
preguntó a sus ocupantes que si ya los cubanos se iban, al contestársele que
efectivamente nos marchábamos, se quitó toda la ropa y se montó en el vehículo
y no hubo forma de convencerlo de que se quedase. No quedó más remedio que
viajar con él, que expresaba: “afars, chivo, dromedario, no manyare (comida),
no estudian, no saben nada. Cubano manyare, no chivo, no dromedario, yo ahora
cubano”. Y de esta forma fue como él había llegado a nosotros.
Pasaron dos o tres días, en el
último de ellos recibimos un telefonema del lugar que habíamos dejado, de parte
de una pequeña guarnición nuestra, donde nos decían que los afars estaban
sentados frente a nuestra posta y reclamaban la presencia del niño y que allí
estarían hasta que éste regresara. Al conocer esto decidimos enviarlo
nuevamente de regreso. Al llamarlo y explicarle la situación y la decisión que
habíamos tomado, comenzó a llorar y me decía que su padre le había dicho que se
fuera, pues él le había explicado al padre que iba para Adis y después a La
Habana a estudiar. No quería entender, se puso muy triste y lo enviamos en un
jeep con un compañero. A los siete u ocho días se apareció de nuevo al
campamento ante nuestro asombro, se mostró convincente diciéndome que ahora sí
ya no habría problema, esta vez había venido solo en un tren. Por unos
compañeros supe que en el regreso a su casa, antes de llegar a ésta había
escondido debajo de unas piedras la ropa verde olivo; al llegar ante la
presencia de su padre éste lo había reprendido en forma brutal y hubo necesidad
de que nuestro médico en esa zona lo curara de unos verdugones que le habían
hecho en la espalda y que al interrogarlo él había confesado que había comido
carne y nuestros alimentos, así como se había puesto nuestros vestidos. La
medida que tomaron con él fue la de expulsarlo de la tribu.
Por la noche el niño le robó a su
padre 7 birs, fue para Awash, cogió el tren que venía de Diridagua, se puso la
ropa que tenía escondida, se trasladó hasta Adis y caminó casi 40 kilómetros
hasta el lugar en que nos encontrábamos. Yo le decía: “Alí, tú ahora problema
con los afars” y él contestaba: “mira, yo ahora problema, yo ahora aquí,
después Habana, estudiar médico, yo regreso, curar afars y Alí no problema, Alí
jefe...”
Al principio no lográbamos que
comiese carne a diario y otras comidas, así le fue cogiendo gusto y también al
baño diario, a cepillarse los dientes. Alguien se brindó a enseñarle a leer y a
escribir en español, y fue un alumno aventajado. Nunca repetía las malas
palabras, decía que era turuno. Lo enviamos al hospital por varios días a que
le hicieran un chequeo y le viesen un ojo en el cual no tenía visión, pues
corriendo detrás de chivos perdidos se le había clavado una espina. Alí hizo
amistad con todos los pacientes y sobre todo con Bartolo, un niño etíope que
hablaba muy bien el español. Este se encontraba allí esperando venir a Cuba a
estudiar, pues le habían hecho una carta al Comandante en Jefe en su visita a
Etiopía, donde le expresaba su deseo de estudiar en Cuba para ayudar a su
pueblo. Bartolo era de Yiyiga y los niños conversaban a menudo, Alí hablaba muy
bien el amárico.
En una ocasión en que Alí me
acompañaba dentro de un campamento donde había cubanos y etíopes, al tratar de
salir la posta nativa interrogó al niño diciéndome que el niño no podía salir.
Tuve que regresar a hablar con el coronel etíope y hacerme responsable, pues él
me explicaba que el enemigo estaba utilizando niños con el fin de obtener
información militar. Alí en aquella ocasión se mostró campechano y desenvuelto.
El oficial se extrañó con que Alí fuera afar, y hubo que hacerle toda la
historia. Con este susto que pasó logré que se quedase más a menudo en nuestro
campamento, aunque le fascinaban los vehículos y tenía unas ansias tremendas de
salir, conocer, conversar con la gente. A
veces les hacíamos bromas a las compañeras cubanas, le preguntábamos a
Alí que cuánto se puede dar por ésta, señalando una de ellas. Él, muy serio, daba
un paso adelante, le daba la vuelta, la observaba detenidamente y hacía como
que calculaba y decía socarronamente: “medio dromedario, las patas de un
dromedario, esta vale un dromedario”. Todo el mundo reía. Hubo y había una
costumbre ancestral de vender o trocar la mujer, entre más grandes las nalgas
más valor tenían.
Cuando se incomodaba hablaba en
afariña muy rápido y nadie lo entendía, y cuando estaba contento también
cantaba en este dialecto. Ya para esta fecha le habíamos comprado ropa y
dejamos de ver aquella estampa que se parecía un payaso con aquel uniforme
verde olivo sumamente grande y botas de combate que no lo dejaban caminar. Lo
enviamos al mercado con Rosa, una cubana y le compró, entre otras cosas un
safari de mezclilla azul y unas botas plataformas, peine y se sentía con
aquella ropa muy contento y se pavoneaba, pero hacerlo cambiar de ropa era un
problema.
Guardamos un recuerdo tierno de
aquel niñito perteneciente a un grupo primitivo, que manifestó ante nosotros el
deseo de salir de aquel medio hostil, de aprender. Alí reaccionó ante las
circunstancias primero que otros. Lo dejamos estudiando en Adis, tal vez algún
día lo volvamos a ver. No supe más qué pasó con él, de seguro habrá crecido y estará ayudando a
su gente. Esto es lo que quiero creer, ese fue su anhelo. En el pueblo afars
hay muchos Alí.
Esto lo escribí hace muchos años,
quise dejarlo así en honor al recuerdo de aquel niño que simboliza aquel pueblo
inteligente y laborioso que nos permitió amortizar en algo la deuda que tenemos
con África.
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