Los programas de la radio
Por acá siempre dieron muy buenos
programas en la radio, al menos eso me parecía a mí con 11 ó 12 años: los musicales, los había de danzón, de
música española, mexicana, latinoamericana, campesina, que siempre eran al
amanecer, otros programas como, el Buzón Clavelito,
que de cantor de décima campesinas devino en una especie de espiritista o brujo
de la radio, daba consejos, resolvía las desgracias de las gentes, había que
poner cuando el cantaba las décimas espiritistas dos vasos de agua encima
del radio para que él la magnetizara o
si ibas al programa con una linternita
alumbraba la botella y resolvías tu problema, su tema: Pon tu pensamiento en mí
y la mano sobre el radio, y verás que en este momento mi fuerza de pensamiento
ejerce el bien sobre ti. La gente lo parodió: Pon tu pensamiento en mí y la
mano sobre el radio y tú verás como a Olegario le crece otra vez el pipi.
Olegario fue el triste caso de una mujer que le cortó el pene a alguien, algo
muy comentado en el país.
De la crónica roja el programa Dentro del Suceso, programa morboso, la
tonada era La Guantanamera, la cantaban con la música que conocemos y narraba
las puñaladas o los tiros que se daba la gente por líos de amores u odios, de
cualquier tipo, hechos de sangre, extraídos de las páginas amarillas de los
periódicos, la verdad es que eran todas blancas.
Los programas cómicos, Pototo y Filomeno, Chicharito y Sopeira, El
gallego y el negrito del Teatro Bufo, Tres
Patines. El Derecho de Nacer, que según dicen fue el nacimiento del
folletín radial, por esta novela al nacer mi hermana le pusieron el nombre de
la heroína, María Elena, no sé en el país cuántas resultaron agraciadas con el
nombrecito.
Los programas nocturnos, después
del plato nacional de cada casa que podían comer: sopa de garbanzos y el
consabido arroz blanco con el cocido y tal vez plátano maduro frito. Bueno,
aquí comenzaba el programa de aparecidos, de personas muertas, programas de
miedo, muertos que volvían a veces por puro gusto, sin una razón, la
presentación le erizaba los pelos a uno, el tema era un lamento, un quejido
quejumbroso, lánguido y lastimoso, cantíos triples de gallos, graznidos de
lechuza, lastimeros aullidos de perro, el fatídico martes 13 y empezaba la historia.
Por ejemplo, un camionero por la carretera central, por la noche, con un poco
de neblina (siempre o había neblina o la noche era muy oscura, hay que tener en
cuenta el ambiente), había que dar un toque climático, no podía ser un día
otoñal, sino mucha oscuridad, en medio del tronar de relámpagos amenazadores,
pasos chapoteantes, toques fuertes en la puerta, también efectos sonoros;
bueno, volvamos al programa del camionero, lo para una bonita muchacha, vestida
de blanco, color preferido de todos los fantasmas mujeres, y maquillada al
parecer para que no se le notara la palidez cadavérica, supongo yo. En la
conversación que sostienen ella le cuenta que viene de una fiesta, él queda
prendado de la belleza de la muchacha, ella lo invita a que la visite a su
regreso, él, deseoso de volverla a ver al otro día paró en el lugar donde la
dejó y se percata de que es un pequeño cementerio. Al indagar sobre la joven le
informan que ella murió hace diez años al regresar de una fiesta y le indican
dónde está su tumba; el atribulado hombre fue al lugar, que tenía una foto de
la muchacha y era la misma que él había recogido la noche anterior, aquí solo
le quedaba el consuelo de jugar muerto en la charada.
Las aventuras de Tamacún, el vengador errante, otro héroe
con su canción Tamacún, vengador errante, príncipe valiente y seductor, también
hablaba como los moros con acento polaco. Asimismo daban un policiaco, el Espirit, este vivía en una tumba
simulada, realmente era un confortable lugar, junto a Ébano, su negrito
ayudante; el héroe no era un fantasma, era un detective, sólo actuaba de noche,
usaba un sombrero de detective, con la visera del ala baja delante de los ojos,
como todo buen detective, además de un antifaz, solo en los ojos. Su tema al
comenzar el episodio era una melodía silbada, se suponía que él iba silbando
cuando caminaba en la penumbra de las noches. Las aventuras de Mandraque el Mago, que era una especie
de detective, pero en este caso era mago, burlaba a los malos con magia y
Lotario, su ayudante negrito. El detective Chan
Li Po, que hablaba, como el chino que vendía turrones por mi casa.
En el horario del medio día daban
a Tarzán, el hombre mono, que
comenzaba con su grito característico EEEEeeeeiiiiiiiiiiiiieeeeee. Esto fue un
alarde técnico en el 1932, el grito se hizo en una mezcladora de sonidos con la
voz de Weissmuller, la de una soprano, ladridos de un perro, el grito de un
mono y varios ingredientes más de este tipo. A pesar de las películas de este
personaje con diferentes actores norteamericanos, en la mente infantil
prevalecía la imagen de Johnny Weissmuller, este austriaco de nacimiento,
devenido estadounidense, campeón de natación; actuaba Waly, su negrito
ayudante, Chita, la monita, Boy, el hijo y Juana, este nombre porque en inglés
era Jane. ¡Ah’!, eran tres Los Tres
Villalobos, eran los tres y ninguno era bobo, este era el tema musical,
eran tres hermanos: Miguelón, Rodolfo y Machito, una aventura de cowboy, de
vaqueros; las aventuras de Sakiri el
Malayo, que era el más malo de todos los malos, en una palabra más malo que
chaca chaca, no sé de dónde salió la frase, pero es ya lo último de lo malo;
también este personaje hablaba una especie de español con acento jerosolimitano
y chino.
El estelar Leonardo Moncada, lo escribía el humorista Enrique Núñez Rodríguez que creó el más popular
entre la grey infantil, con Bejuco, uno de los personajes. Un día como los
demás lo oía con el oído pegado al radio para no perder detalle, la novia de
Moncada, no recuerdo el nombre, claro que no era Cuca ni María, porque estos no
eran nombres de heroínas, estaba en poder del malo, que hablaba el español como
los chinos, ligado con turco y mongol, al escaparse la muchacha se cae por un
precipicio pero logra sujetarse a una ramita. Campeón, que era el perro de
Moncada, ve la escena, ella mira hacia arriba y ve la cabeza del perro y le
dice: "Campeón, avísale a Moncada". El animal sale a toda carrera
para donde se encuentra Moncada con Pedrito, su ayudante, que no era negrito de
milagro. Al llegar el perro comienza a ladrar como hacen todos los perros
inteligentes, jau, jau,jau, con insistencia, Pedrito le dice: “Leonardo, que
era el nombre de Moncada, Campeón quiere decirnos algo”. El perro continuaba
jau,jau,jau, los oyentes infantiles excitados al máximo, Pedrito le dice a
Campeón: “habla, qué sucede”, y entonces en el éter de la radio una voz
cavernosa como la de aquel perro guantanamero, dijo: ”Moncada, fulanita está en
peligro’’. En esto se escucha la voz de Pedrito que le dice solemnemente: ‘’Moncada,
Campeón ha hablado’’. En lo que a mi respecta, fue el colmo, sencillamente
apagué el radio y no volví a mencionar el asunto hasta el día de hoy.
La prostituta coja
Pelirroja, pecosa, de tacón alto,
orgullosa, altanería de 19 años que paseaba por todo el barrio, ni fea ni
bonita, lo más, aceptable, tamaño mediano de mujer criolla, cuerpo de esos que
llaman de gacela, muy espigada, sin llegar a beldad, en conjunto, no estaba
mal, maquillada y bien pintada se ponía atractiva. A pesar de las pecas, se
pintaba un gran lunar en el pómulo izquierdo, ojos de mirada clara, solo que le
faltaba un pedacito del pie hacia arriba hasta la rodilla, el resto era
utilizable. Era renga. Cómo devino en la vida fácil, un desengaño amoroso,
dinero, aunque pensándolo bien, eso de fácil, fácil, no debe serlo: echarse día
tras día encima tipos con perfumes baratos, sudores diferentes ,borrachos,
sujetos trasnochadores; unos tíos limpios, los más, sucios, mal humorados,
contentos, mal hablados, simpáticos, antipáticos, feos y buenos mozos, lo malo
eran los viejos, lascivos que tan solo tenían quejas a los que tenía que oírles
historias larguísimas y lo peor el olor a viejo, mostrando ella la eterna
sonrisa aprendida de la muchacha del anuncio, un cartel de la pasta dental
Colgate, al ofrecer la palangana de esmalte blanco, rindiéndole de rodillas
pleitesía al baño del dios pagano masculino de entre piernas.
Al terminar la faena de cada día,
de verdad creerse que con una ducha caliente se esfumaba aquella sucia jornada,
había que tener buena voluntad e imaginación, pero en aquella sociedad nacer
mujer era una desgracia, solo se le ofrecía ser sirvienta, mesera de un café,
lavandera, enfermera, costurera (ella no tenía actitudes de estos), amante de
alguien, o el de prostituta que, aparentemente, era más libre. El oficio más
viejo de la tierra, además se lleva encima el instrumento de trabajo, no se
quitaba el ajustador ni permitía besos en sus labios, con su pata de palo hacía
conquistas como si fuera su figura la veterana de alguna guerra, solo le hacía
falta el flautín. Era patriota, solo se ocupaba con cubanos, estaba en el grupo
de las independiente, no trabajaba en burdel o lupanar, no tenía chulo
conocido, se paseaba con sus muletas y levantaba los clientes en una esquina
cerca de la casa de la manquita bonita que estudiaba en el Instituto; no eran
amigas, pero cuando nadie las miraba se hacían un leve y tímido saludo
solidario con las manos. Concluía el negocio en un cuarto alquilado que no era
donde vivía, de sus dos muletas de madera colgaba el cuerpo apoyando en el
único pie, el que calzaba con un zapato blanco de tacón muy alto, se balanceaba
y así lograba el desplazamiento.
Tal vez la buscaban para
satisfacer un capricho morboso, un sortilegio, romper algún conjuro, una ofrenda
a alguna deidad coja, darse una limpieza, no sé, pues prostitutas negras
sobraban o la curiosidad de ver cómo resultaba. Yo siempre tuve miedo de la
gente con muleta, decían que los cojos eran malos, además tenían un olor
especial, olían a muleta.
Su nombre no lo recuerdo,
solo la puta paticoja.
Rosita
Rosita es rubia, su pelo es muy
bonito, no lacio, lo tiene crespo, lo acomoda como ella quiere, tiene los ojos
claros y mirada dulce, su piel casi rosada, apacible y amable, estatura mediana
un poco más baja que la mía. Vivimos enfrente, solo hay que pasar el parque,
mucha gente piensa que somos novios, en realidad somos buenos amigos, solo
tenemos nueve o diez años. Yo le cuento mis cosas, es mi paño de lágrimas
incondicional, y ella me dice que tiene sueños en colores. Todas las noches
cruzo el parque y visito su casa religiosamente, menos el jueves, cuando hay
tanda de caballeros a diez centavos en el cine Actualidades.
Rosita tiene una hermana menor
que se llama Muci, no es tan bonita y tiene los senos muy grandes, esto la
acompleja. Malú es prima de ambas por parte de madre, parece una negra por la
piel, que es bien trigueña, su pelo es lacio y negro como la noche, delgada; su
padre es andaluz, a los que llaman curros, es prieto, parece un gitano, tiene
una pequeña finca en la carretera que va a Boquerón. Pepilla, la madre de
Rosita, es gorda y Arturo, el padre, es delgadísimo, él despacha el hielo en la
planta. Cuando yo voy a comprar los cinco centavos para el almuerzo me da un
pedazo más grande que a los demás.
Cuando Rosita cumplió los 14 años
se enamoró de mi amigo Rafael y yo de Malú, las invitamos a ver la película del
cine Campoamor. Malú, en la esquina del parque, con un gesto coqueto y una
mirada de picardía de sus negros ojos, abrió su carterita y me enseñó que
llevaba un creyón de labios, yo no la entendí muy bien, nos sentamos en el cine
donde lo hacen las parejas de enamorados, en los costados, lejos del centro,
nos besamos no sé cuántas veces, hasta que ya nos dolían los labios, fue la
primera muchacha que besaba.
Pepilla quiere que Rosa María,
como ella la llama, se case bien casada, lo que quiere decir, con alguien con
posibilidades económicas, cosa natural en aquella época. Rafael es hijo de un
opulento propietario de fincas. Aunque la madre me quiere mucho, yo no estoy en
sus cálculos; además, yo la quiero de otra manera. El noviazgo duró poco, nuestras casas quedan
en el paso de los marines norteamericanos que llegan y se van por la estación
de ferrocarril que va hasta Caimanera, pasan casi a diario. Rosita, su hermana
y la prima siempre están tomando el aire en la acera de su casa, al lado está
el Café Bar de mi amigo Wiston, que está casado con Nana y es hijo de un
marinero americano aplatanado. El día que velaban al padre en ese mismo lugar,
antes de hacer el Café Bar, hubo un temblor de tierra y la caja cayó al suelo.
Parece que los ojos de Rosita
flecharon a un marino jovencito, él es muy formal y educado, ella me lo
presentó como su novia pedida, él no entiende nada de español y ella nada del
inglés, pero se entienden por gestos. Yo ya no voy tanto a la casa de ellos,
tengo otras preocupaciones. Malú, para no quedarse atrás, tiene relaciones con
un marino puertorriqueño, en esa época había muchos en la Navy. Marta, madre de
Pepilla, la abuela de ambas, es puertorriqueña.
El noviazgo es formal y largo, él
cumple su período de servicio militar, el país está en plena lucha contra
Batista. Me siento, ¿estaré bajo de una experiencia de comunicación
extrasensorial? ¿Le habrá sucedido algo a Rosita? Toda la noche he estado
soñando con ella, por tres veces desperté y cuando dormía volvía el mismo sueño
insistentemente. Tal vez esa noche ella soñaba con su amigo de la niñez y se
produjo el fenómeno de la telepatía, todo el día he pensado también en ella. En
el 58 ella se casó con el marino y se fue a vivir a los Estados Unidos, luego
recibí las fotos de dos gringuitos que parió, rubios, de ojos azules, yo soy
padrino de uno de ellos por algo que llaman poder, los tengo a todos, los niños
y los padres, en un viejo álbum. Es raro, no había pensado en ella por mucho
tiempo hasta esta noche, no ha envejecido en mi recuerdo, ni me la imagino
abuela o vieja, no he vuelto a saber de ella, solo una vez vino de visita, lo
recuerdo como una bruma, no estoy seguro si fue real o un sueño, si la vi o no,
creo que fui a verla en los turbulentos primeros días del 59, al parecer el
contacto fue muy rápido, no dejó huellas. Supe que se llevó a los padres, a Malú
y Muci, creo que no les fue muy bien a estas últimas. Rosita se fue a vivir a
un estado lejano y frío, seguro ya nadie le llamará Rosita, quizás ahora sueñe
y piense en inglés y tan solo sea Rose Mary.
Los pobres
Yo creía que había algo que no
andaba muy bien en el mundo, unos comían y otros, no, pero no sabía por qué.
Algo me angustiaba, no tenía claras algunas definiciones teóricas de orden
político y social, comenzaba el aprendizaje de la vida y sus injusticias,
sentía la necesidad de revertir el orden de un mundo conformado por los
intereses de los más fuertes, aunque todavía en esa época estaba del lado de
los vaqueros (más tarde pasé al lado de los indios definitivamente), era muy
observador.
Casi siempre me iba, al llegar de
la escuela, a la orilla del río Guaso, cerca de la estación del ferrocarril de
Caimanera de la Guantánamo Sugar. Cursaba el tercer o cuarto grado de primaria
en un colegio donde la directora era norteamericana. Allí, debajo de un garaje
donde guardaban las chispitas, esos pequeños carros de línea, había un sótano
grande que daba al río, y en un barracón sin paredes vivía una cantidad
considerable de indigentes o limosneros, que cocinaban en una lata negrísima
colocada sobre piedras, parecía una corte de los milagros criolla, habían
personajes trágicos otros alegres dentro de una dulce locura.
Allí vivía una loca, creo que
haitiana, a quien los muchachos gritaban “Cocorioco”, siempre llevaba puesto un
sombrero de fieltro marrón, de hombre. Había otros huéspedes del sótano que me
llamaban la atención como Juan, el barbero, de mediana estatura, con su traje y
sombrero completamente raídos, sus bultos (jolongos) llenos de no sé qué, nunca
hablaba con nadie, ni causaba molestia alguna, decían que era una persona
culta, llevaba una barba amarilla, muy larga, que le daba un aire de patriarca
antiguo y con una mirada muy triste; uno alto de ojos azules, ya viejo, que
cantaba con una bocina “con Batista se come caliente y con Prío se come frío”,
le decían ’’Son’’.
Todos los sábados, que era el día
de dar limosna, mi padre compraba un cartucho inmenso de galletas de agua --
así se llamaban -- y yo las iba entregando a la gente que acudía a pedir en el
despacho de gasolina que poseíamos. Nunca, a pesar de que deseos no faltaron,
me comía alguna por el destino que tenían.
Entre los personajes del pueblo
había un viejito al que le decían “Tojosa” y el día que nadie se lo decía se
paraba en la esquina del Instituto y le decía a los muchachos: “No me digan
Tojosa”, con el fin de que se lo dijeran; otro, un viejito chiquitico con un
sombrero alón, a quien le decían “Aguacero”, siempre estaba en la estación de
la Policía, haciéndoles recados, decían que fue del cuerpo, cuando joven.
Había vendedores -- unos gritones
como el que todas las mañanas salía con una carretilla de viandas, gritando a
viva voz: “una lata de boniato vale un medio”, “un saco de plátanos vale un
medio” – el decía que todo valía un medio, pero a la hora de despachar no daba
todo lo que ofrecía; el vendedor de maní garrapiñado; el de duro fríos, que se
ponía unos cajoncitos delante (hasta que aparecieron los carritos Guarina con
el sonido de los cascabeles); el de tamales que gritaba “Picaaaaaaan,
picaaaaaaaan y no pican“ en dos latas con brasas de carbones que los mantenía
calientes.
Otros callados, como un chino
viejo, muy alto, con un pandero en la cabeza que vendía pasteles (la gente
decía que estaba tuberculoso, pero le compraban por lo buena gente que era este
hombre de edad indefinida); los vendedores de yemitas; Rómulo, hijo de un judío
relojero, el de los turrones coquitos; Amalia la loca que se ponía una corona
de papel en la cabeza, muchas flores en el pelo y un revólver de juguete en la
cintura y un escudo, siempre vestida estrafalariamente, había sido maestra o
algo por el estilo; un gallego viejo que cantaba mexicano en la plaza; a otro
que le decían el hombre orquesta, era un viejito que usaba un sombrero de
pajilla y un aparato de su invención –un cajón que tenía casi todos los
instrumentos musicales-, que se ponía en los bares a acompañar a los
traganíqueles, aunque sin nada de ritmo, para ganarse algunos centavos; un
hombre que vivía de coger baches en la carretera de Santiago de Cuba, de Songo
en adelante, día a día, y mientras cogía los hoyos extendía el sombrero al paso
de los vehículos para que le echaran algunos unos centavos.
De aquella época recuerdo a una
anciana indigente - muy alta- siempre vestida con un paño azul, extranjera
(árabe), que estaba loca. Tenía una niña de mi edad, la cual se agachaba en
pleno parque, frente a mi casa, para hacer sus necesidades, yo volvía la vista
para no verla por la pena. Dejé de ver a la niña y al preguntar por ella me
dijeron que había muerto.
A mí aquella gente me llenaba de
curiosidad y lástima al mismo tiempo, y veía que el mundo estaba dividido en
pobres y ricos, además de los muy ricos.
Otra cosa que me golpeó en esa
época y me lastimaba era que a mi casa iban niños de mi edad con unas latitas a
pedir las sobras de las comidas, uno de los espectáculos más deprimentes que he
conocido. Sólo para que esto no vuelva a ocurrir, esta sola cosa, vale la pena haber hecho la Revolución.
Es bellísima la región de
Baracoa, una vegetación de un verde intenso y lujuriante, más que en otros
lugares de la isla, frutas jugosas y dulces: piñas, naranjas, zapotes,
nísperos, mamones de manteca, caimitos de Cartagena, marañones, cocos, guineos,
el mapén, que solo florecen allí y en algunos lugares del norte del archipiélago;
caminos que serpentean en las verdes montañas, loma arriba y que a veces se
adentran en el mar caprichosamente, ríos que corren hacia las costas con sus
aguas frías y cristalinas; unos dulces que sólo la gente de allí conoce:
frangollos, semillas de marañón tostadas, pétalos de rosa en dulce, cucuruchos
y, como diría un suramericano, lo mejor, unas gentes muy lindas, una emigración
de la vecina isla de Santo Domingo y de otras partes de Europa. Esta mezcla dio
mujeres bonitas y en buen cubano, buenas hembras, blancas de piel y también muy
trigueñas, de pelo como las indias y de ojos muy claros, azules, verdes, era
raro encontrar ojos negros.
En esta maravillosa zona conocí a
Sandra, una muchacha de Guajimero. Vivía en lo alto de una loma donde solo se
llegaba a pie, por un sendero empinado entre las plantas de cacao, cafetos y
los árboles de sombra propios para este cultivo. Yo dejaba el jeep en una de
las casas de abajo y emprendía la marcha de unos 15 ó 20 minutos loma arriba,
al buen ritmo de mis piernas de casi 18 abriles. A estas buenas personas las
conocí por mediación del dueño del jeep que yo manejaba anteriormente, pues
éste había sido marido de la hermana mayor de ella, que emigró a Guantánamo en
busca de oportunidades de trabajo y lo había encontrado en un bar. Por su
presencia bajita, pero bien formada y la ayuda de este hombre, había
sobrevivido, ellos se habían dejado, pero yo seguía frecuentando a la familia.
El padre de Sandra era un gallego chiquitico, flaquito y mal hablado, como
todos los españoles que conocía y la madre, una mujer típica de nuestros
campos, acostumbrada al trabajo rudo. Le parió al viejo dos hembras, la mayor
fea, bajita y delgada; pero Sandra, la menor, era una real hembra, tenía la
hermosura y la lozanía de las mujeres de la región de Galicia, piernas gruesas,
pelo muy negro, piel rosada y unos ojos de color de chocolate muy habladores,
bonita figura y muy trabajadora, debía estar entre los 16 ó 17 años. La única
cosa que desentonaba en aquella linda criatura era los tayuyitos que fumaba, o
sea, pequeños tabacos caseros.
Yo era chofer de alquiler y tenía
un jeep de mi padre que recorría la ruta Guantánamo –Jauco. Este era un lugar
bastante cerca de la punta de Maisí por toda la costa sur de la antigua provincia
de Oriente. La distancia a recorrer era larga. Después de San Antonio del Sur
el camino era una planicie sobre los acantilados o farallones, casi encima de
un mar profundo hasta la orilla e intensamente azul, con olas furiosas,
constante brisa, olor a pescado fresco y una vegetación en serpentina típica de
la costa. Antes había que atravesar un incipiente poblado de pescadores llamado
Tortuguilla que ya se convertía en lugar de veraneo de los ricos del pueblo,
por los apellidos ilustres de los dueños de las casa que se construían, después
San Antonio, Imías y Playitas de Cajobabo, lugar del desembarco de Martí, se
dejaba a un lado la loma de La Farola a la izquierda, y se continuaba por toda
la orilla del mar, como cuatro horas de marcha.
Este recorrido no era rentable
para el negocio, pero yo, por ver la muchacha lo hacía. En ocasiones iba a un
tipo de fiesta que llamaban altares, donde se hacían dos coros que improvisaban
décimas, yo hacía como que tocaba la marímbula criolla, que consistía en un cajón
de resonancia con unos flejes de latón para sellar bultos, sonaba como un bajo.
Una noche, uno de los coros canto: “El presidente trigueño le mandó a decir a
los cubanos que si no tenían caballos que montaran un isleño”. En el otro grupo
había un isleño, éste se paró como un resorte y cantó: “Yo me llamo monta en
mí, pero en mí no monta nadie y el que quiera montar en mí, yo me cago en la
puta de su madre”, ni qué decir cómo terminó aquello.
En una oportunidad la hermana,
que vivía en Guantánamo, me pidió que la llevara a ver a sus padres y así lo
hice. En agradecimiento los viejos no sabían cómo atenderme cada vez que yo
llegaba a su casa, independientemente que los campesinos de aquellas zonas eran
muy hospitalarios y nobles por naturaleza, tal vez por ser una región casi
incomunicada. En una de estas visitas me invitaron a comer un plato muy
especial de la aldea del viejo. Yo pensé: “en una buena fabada, caldo gallego o
garbanzos”, en fin, cualquier plato de la cocina gallega. Por los olores de la
cocina no sabía de qué se trataba, el olor era fuerte, algo familiar, pero no
recordaba de qué se trataba.
Llegó la hora de sentarnos a la
mesa, el comedor era fresco y agradable, también lo era la casa, construida en
la falda de una loma, con techo de guano y paredes de tablas de palmas, un
bohío, pero bien construido además, con gusto, todo extremadamente limpio, al
fin, trajeron sendos platos de latón esmaltado, llenos hasta los bordes de un
líquido amarillo que echaba humo. Fui servido el primero, las muchachas me
incitaban a que lo probara, lo hice, me llevé una cucharada a la boca, tuve que
hacer un gran esfuerzo para no escupirla y decir una palabrota. El gusto era
rechinante, me sabía a bijol, a fuerte especias, qué condimento más horrible. Disimulé
muy bien y dije: “con mi mejor sonrisa, está bueno”, tomé una segunda cucharada
y dije: “pero, muy bueno”; fue mi perdición, tuve que tomarme aquella cosa
diabólica, lo hice como si fuera una medicina. Al terminar aquella pequeña
pesadilla me preguntaron al unísono: “te gustó”, yo haciendo acopio de valor
dije: “muy rica”, decir esto y como por encanto la madre me puso otro plato
delante y me dijeron con voz cantarina, que te aproveche. Volví a pasar el
suplicio por segunda vez, en esta ocasión sudé copiosamente a pesar del aire
fresco que corría, ellas decían: “es el alimento que contiene”. Aquella cosa
era una SOPA de comino, pero comino en cantidades astronómicas. Les juro a
ustedes que desde entonces han pasados muchos años pero nunca más he vuelto a
probar nada que contenga ni una pizca de ese condimento.
Justo con el apagón, como si un
torrente se despeñase del cielo infinito, cayó la noche, todo se tornó oscuro,
el follaje de los robles de nuestra calle sombreaban aún más que la oscuridad
en la verja del jardín. Ana María y yo callábamos, cada cual con su pensamiento
contemplábamos la noche, pasaba la sombra de una mujer hablando sola, ¿loca?--
dije, con ese instinto de mujer que solo conoce otra mujer, esa unidad
espiritual comunicable femenina --¡no!, dice Ana, solo se acompaña con su voz.
Todavía en el aire se sentía el
olor a pólvora. Era casi el mediodía. Se combatía en Palma Soriano, estábamos
en San Luis que acababa de caer en nuestras manos. No sé quién lo propuso pero,
de pronto, nos vimos rumbo hacia una de las casas del pueblo. Esta era amplia y
acogedora, de corte colonial. En el amplio corredor unas muchachas, bonitas en
extremo y muy hospitalarias, nos recibieron. El dueño de la casa andaba con
nosotros. Nos invitaron a pasar, lo hicimos a la sala muy amplia. En un gran
patio había una mesa larga, con un señor puerco asado, viandas y unas fuentes
de congrí. Había cervezas, pero uno de los jefes que estaban allí: el capitán
Manuel Piñeiro conocido como Barba Roja, Tomasevich, Augusto Martínez, vaya, era mejor decir cuál de los Jefes del
II Frente no nos acompañaba ese día, le
dijo al dueño de la casa que nosotros no podíamos tomar bebidas alcohólicas.
Aceptó con extrañeza la explicación y de inmediato las muchachas y una negra
vieja las recogieron. Comenzamos el magnífico almuerzo. Yo no comía caliente no
sé desde cuándo y le entré a aquello con las ganas de mis 21 años. Cuando
recién comenzábamos entre las risas cantarinas de las lindas muchachas y las
palabras obsequiosas del señor, llegó una notita, que le entregaron a Piñeiro.
Yo lo miré, dejó de comer, se paró y dijo: “¡Vámonos, que hay algo urgente!”
Ante las protestas de las muchachas y el padre nos retiramos con prontitud y
urgencia del lugar. Ya en la calle lo miramos confundidos, y le preguntamos qué
había pasado. Con el sentido del humor de este hombre extraordinario y con una
gran carcajada, entregó el papelito que decía: ESTÁN ALMORZANDO EN LA CASA DEL
ALCALDE BATISTIANO DEL PUEBLO.
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