viernes, 22 de agosto de 2014

ALÍ



ALÍ
Por Alfredo Ballester Parra
Alí es un niño afar (etnia nómada) de once años, vivaracho, cariñoso, inteligente y travieso, precisamente por estas cualidades me fijé en él. Me llamó la atención su sonrisa, su figura inquieta y delgada. En la carretera casi todos los días parado saludando a nuestros vehículos y gritándoles en un perfecto español a los cubanos: “oye, chico”. Esta etnia era muy recelosa, mantenía cierta distancia con nosotros, y era extraño lo que se producía con este niño.
    Hacía poco tiempo que había terminado la guerra, nuestro campamento estaba en Arba, zona semidesértica, en la carretera que va al puerto de Assad, Adis Abeba, era un lugar construido por los italianos. Organizamos los grupos de clases en las cercanías al aire libre y Ali siempre se detenía a escuchar, de esta forma comenzó a comprender nuestro idioma y el significado de las cosas. Nuestra zona de estudio coincidía con la del pastoreo de los afars, él aprovechaba su tarea, que era la vigilia de los chivos y ovejas, y trababa relaciones con nuestros compañeros. Yo lo conocí más de cerca cuando encontrándome recorriendo los grupos de clases en el terreno, se me acercó descaradamente, me dio la mano y comenzó a decirme algo que no entendí, entonces me enseñó los genitales y comenzó a quejarse. Era que en esos días había sufrido la circuncisión que por ley tenían que sufrir los varones de la religión musulmana y tenía una infección en el pene. Un médico nuestro le reconoció la parte afectada y le dio medicamentos, a los pocos días ya estaba completamente restablecido, su alegría no tenía límites, nos abrazaba y nos daba las manos veinte veces al día, diciendo: ”Cuba Turuno” (Cuba Bueno).
     Siempre veíamos aquella figurita con sus milenarias ropas blancas, típicas de los afars, que consistía en una tela que se envolvía alrededor del cuerpo, un gran cuchillo a la cintura y un palo o cayado en las manos, corriendo detrás de los chivos y carneros que se alejaban de la manada, saludando con gritos y manos al paso de nuestros vehículos. Cada vez que nos encontrábamos me enseñaba pequeñas cortaduras y golpes para que lo viera el médico, diciéndome en español: “tú, jefe”. Así comenzó a hacer amigos entre los nuestros y llamar por su nombre a muchos de ellos, pero siempre manteniendo una distancia. Su padre vivía en las cercanías al igual que otras familias, en casas hechas de palos, pajas y materiales locales en forma de un iglú esquimal, una mayor para el hombre, rodeada de varias que ocupaban las esposas y sus proles. El número de esposas estaba dado por la cantidad de dromedarios, chivos y carneros que el propietario tenía, lo que daba las riquezas del mismo. El padre de Alí tenía varias esposas y poseía un buen número de animales, creo que Alí era uno de los mayores.
    Nosotros veíamos a los afars. El poblado de Arba eran 20 ó 25 casas y bares hechos de barro, con prostitutas de muchas etnias que poblaban el país, (menos afars). Un paraje casi lunar. Los afars habitaban a nuestro alrededor, siempre nos saludaban, pero no nos hablaban ni se mezclaban con nosotros como el resto de las etnias, eran herméticos y recelosos, además entenderse con ellos era muy difícil. De pronto Alí se convirtió en nuestro intérprete, pues ya venía con frecuencia a visitar a nuestros médicos y traía pacientes. Alí traducía al afariña las indicaciones que el médico les daba. Cuando la persona era algún anciano con impedimentos físicos, se las agenciaba para que algún vehículo nuestro lo trasladara a su campamento.
Alí tenía sus leyes, no se dejaba correr máquina y discutía sus puntos de vista, fue apegándose a nosotros y sus visitas se hicieron diarias, me presentó a sus hermanitos y le enseñó a la más pequeña de las hembras que cantara La Guantanamera. Su saludo a un cubano era: “topa”, en la forma que hacen nuestros atletas y que era usado por nuestra gente. Recuerdo el caso de una niña de 11 ó 12 años, ingresada en nuestro hospital. Un hermano de ella se quedaba todo el tiempo y sólo rezaba, los familiares vinieron un domingo a verla y le trajeron leche cortada y platanitos, pues tenía temor de comer nuestras comidas, hasta que comenzó a comerla y decía que le gustaba, tampoco se quería inyectar y formaba una perreta por ambas cosas. Alí la convenció, las compañeras cubanas del hospital le hicieron un pijama pero se negó rotundamente a ponérsela, decía que las mujeres no usaban pantalón y no hubo manera de convencerla. Al principio había que obligarla a bañarse, después le cogió el gusto y lo hacía ella sola.
    Ya para esa fecha en nuestro campamento teníamos una pareja de monos mandriles que no se iban y se pasaban la noche corriendo por encima de aquellos techos de zinc. A media noche despertábamos pensando en un bombardeo, estaban todo el día peleando. Alí me explicó que si se iban a la manada, ésta los mataba por haber convivido con las personas. Ya para esta fecha Alí era muy popular en nuestro campamento, los vehículos le fascinaban. Me decía: “oye, jefe, cuántos dromedarios tú quieres por el jeep”. Yo en broma le decía que dos, entonces muy serio me respondía: “mira yo darte tres”, yo entonces contestaba que lo pensaría.
    Cuando me hacía la visita manteníamos largas conversaciones, todo le interesaba, a veces lo invitaba a comer pero no aceptaba, sólo se tomaba el chai (té).
    Cerca de donde estábamos había un pequeño central azucarero, construido por los holandeses, algunos compañeros fueron y llevaron a Alí, él nunca había cruzado de Awash, pueblecito de las inmediaciones con 50 ó 60 casitas hechas de barro y estiércol y un café donde la dueña era griega, mujer de edad madura que dominaba el italiano y el inglés, viuda de un etíope. En el central había una piscina y convencieron a Alí para que se metiera en ella, pues los afars sólo se bañaban en los ríos y cargaban en sus odres las aguas estancadas del camino en las huellas profundas que dejaban los vehículos en sus continuos pasos. Se bañó en ella, al principio con mucho temor, pero nuestra gente le infundió confianza. Este baño lo alegró mucho, chillaba como todos los niños con la extrañeza del resto de los pilluelos que por allí merodeaban que le preguntaban qué era él y Ali les decía: “yo cubano, yo cubano”.
    Así seguían las cosas hasta que un día dejó de venir. Al pasar varios días comenzó a preocuparnos, no sé en qué forma nos enteramos que el padre lo había castigado, pues alguien le había regalado una camisa verde olivo y él se la había puesto, con esto había violado una costumbre tribal, pero esto demuestra hasta qué punto él estaba identificado con nosotros.
    Una tarde me acerqué por donde más o menos vivía, preguntando por él, pero no pude averiguar nada sobre su paradero, pues los afars eludían mis preguntas, hasta que un día Alí apareció y al indagar qué le había pasado, respondía evasivamente: “afars no entienden”.
    Cerca había una granja Malkaseti, y al frente de ella estaba un etíope del grupo amaro, Malako, que era ingeniero agrícola; comenzó a tener contacto con nosotros y se maravillaba de cómo los cubanos, después de ayudarlo con los tractores, al terminar los trabajos con ellos les daban mantenimiento. El padre de este hombre había sido pionero de la aviación en Etiopía. En algunas ocasiones la granja tenía problemas con las turbinas del agua o con los tractores y al solicitarnos ayuda, los cubanos auxiliaban. A Malako le llamaba la atención cuando Alí, siendo afar, venía con nosotros. Así pasaron los meses, al regresar nuevamente a Arba, pues había estado de vacaciones en Cuba, tuve que ingresar en el hospital, contraje unas fiebres que al final resultó malaria y al tener que trasladarme a una nueva ubicación a varios cientos de kilómetros del lugar anterior, una madrugada, encontrándome todavía en el saco de dormir se me apareció Alí en el cuarto, vestido con ropa verde olivo, que le quedaba sumamente grande. Ante mi extrañeza y al preguntarle cómo había venido hasta allí, me dijo que lo había hecho solo, en un camión etíope, que él había hablado con su padre y éste lo había autorizado. No quedé muy convencido con esta respuesta, pues anteriormente teníamos la experiencia de dos niños que se habían cobijado con nosotros, uno huérfano que habían encontrado vagando y otro abandonado por su madre, y los artilleros los habían encontrado en el lugar que utilizábamos como polígonos para el tiro de la artillería. Estaban entre unos zarzales, casi en estado de inanición y los trajeron al campamento, teniéndolos casi dos meses acostados y alimentándolos.
Estos niños se habían encariñado y apegado tanto a nosotros que dependían enteramente en costumbres, idiomas, hábitos alimenticios, etc. Y yo pensaba que al regresar a nuestro país esto sería una problemática para ellos y para nosotros al tener que dejarlos, además las ordenanzas militares eran rigurosas en este sentido. El problema del país no era la solución a dos o tres niños y esta situación existía en miles de niños y el Consejo Administrativo Provisional Militar (CAMP) estaba dando solución a esta secuela del feudalismo. Pues, como dije, no había quedado muy conforme con la respuesta que él me había dado. Yo sabía que los afars no salen de su zona; además, Alí nunca había hecho un trayecto tan largo. Acepté lo que me dijo y ordené que le dieran de comer. Me puse a hacer indagaciones de qué había ocurrido realmente y supe lo siguiente: al salir los últimos vehículos del campamento que dejábamos, él se encontraba parado en la puerta principal, al pasar el último lo detuvo y le preguntó a sus ocupantes que si ya los cubanos se iban, al contestársele que efectivamente nos marchábamos, se quitó toda la ropa y se montó en el vehículo y no hubo forma de convencerlo de que se quedase. No quedó más remedio que viajar con él, que expresaba: “afars, chivo, dromedario, no manyare (comida), no estudian, no saben nada. Cubano manyare, no chivo, no dromedario, yo ahora cubano”. Y de esta forma fue como él había llegado a nosotros.
    Pasaron dos o tres días, en el último de ellos recibimos un telefonema del lugar que habíamos dejado, de parte de una pequeña guarnición nuestra, donde nos decían que los afars estaban sentados frente a nuestra posta y reclamaban la presencia del niño y que allí estarían hasta que éste regresara. Al conocer esto decidimos enviarlo nuevamente de regreso. Al llamarlo y explicarle la situación y la decisión que habíamos tomado, comenzó a llorar y me decía que su padre le había dicho que se fuera, pues él le había explicado al padre que iba para Adis y después a La Habana a estudiar. No quería entender, se puso muy triste y lo enviamos en un jeep con un compañero. A los siete u ocho días se apareció de nuevo al campamento ante nuestro asombro, se mostró convincente diciéndome que ahora sí ya no habría problema, esta vez había venido solo en un tren. Por unos compañeros supe que en el regreso a su casa, antes de llegar a ésta había escondido debajo de unas piedras la ropa verde olivo; al llegar ante la presencia de su padre éste lo había reprendido en forma brutal y hubo necesidad de que nuestro médico en esa zona lo curara de unos verdugones que le habían hecho en la espalda y que al interrogarlo él había confesado que había comido carne y nuestros alimentos, así como se había puesto nuestros vestidos. La medida que tomaron con él fue la de expulsarlo de la tribu.
    Por la noche el niño le robó a su padre 7 birs, fue para Awash, cogió el tren que venía de Diridagua, se puso la ropa que tenía escondida, se trasladó hasta Adis y caminó casi 40 kilómetros hasta el lugar en que nos encontrábamos. Yo le decía: “Alí, tú ahora problema con los afars” y él contestaba: “mira, yo ahora problema, yo ahora aquí, después Habana, estudiar médico, yo regreso, curar afars y Alí no problema, Alí jefe...”
    Al principio no lográbamos que comiese carne a diario y otras comidas, así le fue cogiendo gusto y también al baño diario, a cepillarse los dientes. Alguien se brindó a enseñarle a leer y a escribir en español, y fue un alumno aventajado. Nunca repetía las malas palabras, decía que era turuno. Lo enviamos al hospital por varios días a que le hicieran un chequeo y le viesen un ojo en el cual no tenía visión, pues corriendo detrás de chivos perdidos se le había clavado una espina. Alí hizo amistad con todos los pacientes y sobre todo con Bartolo, un niño etíope que hablaba muy bien el español. Este se encontraba allí esperando venir a Cuba a estudiar, pues le habían hecho una carta al Comandante en Jefe en su visita a Etiopía, donde le expresaba su deseo de estudiar en Cuba para ayudar a su pueblo. Bartolo era de Yiyiga y los niños conversaban a menudo, Alí hablaba muy bien el amárico.
    En una ocasión en que Alí me acompañaba dentro de un campamento donde había cubanos y etíopes, al tratar de salir la posta nativa interrogó al niño diciéndome que el niño no podía salir. Tuve que regresar a hablar con el coronel etíope y hacerme responsable, pues él me explicaba que el enemigo estaba utilizando niños con el fin de obtener información militar. Alí en aquella ocasión se mostró campechano y desenvuelto. El oficial se extrañó con que Alí fuera afar, y hubo que hacerle toda la historia. Con este susto que pasó logré que se quedase más a menudo en nuestro campamento, aunque le fascinaban los vehículos y tenía unas ansias tremendas de salir, conocer, conversar con la gente. A  veces les hacíamos bromas a las compañeras cubanas, le preguntábamos a Alí que cuánto se puede dar por ésta, señalando una de ellas. Él, muy serio, daba un paso adelante, le daba la vuelta, la observaba detenidamente y hacía como que calculaba y decía socarronamente: “medio dromedario, las patas de un dromedario, esta vale un dromedario”. Todo el mundo reía. Hubo y había una costumbre ancestral de vender o trocar la mujer, entre más grandes las nalgas más valor tenían.
    Cuando se incomodaba hablaba en afariña muy rápido y nadie lo entendía, y cuando estaba contento también cantaba en este dialecto. Ya para esta fecha le habíamos comprado ropa y dejamos de ver aquella estampa que se parecía un payaso con aquel uniforme verde olivo sumamente grande y botas de combate que no lo dejaban caminar. Lo enviamos al mercado con Rosa, una cubana y le compró, entre otras cosas un safari de mezclilla azul y unas botas plataformas, peine y se sentía con aquella ropa muy contento y se pavoneaba, pero hacerlo cambiar de ropa era un problema.
    Guardamos un recuerdo tierno de aquel niñito perteneciente a un grupo primitivo, que manifestó ante nosotros el deseo de salir de aquel medio hostil, de aprender. Alí reaccionó ante las circunstancias primero que otros. Lo dejamos estudiando en Adis, tal vez algún día lo volvamos a ver. No supe más qué pasó con él,  de seguro habrá crecido y estará ayudando a su gente. Esto es lo que quiero creer, ese fue su anhelo. En el pueblo afars hay muchos Alí.
    Esto lo escribí hace muchos años, quise dejarlo así en honor al recuerdo de aquel niño que simboliza aquel pueblo inteligente y laborioso que nos permitió amortizar en algo la deuda que tenemos con  África.

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