jueves, 21 de agosto de 2014

Historias, Narraciones y Cuentos



El duro
Alfredo Ballester Parra
    Año 1958. Iba yo al timón del jeep, mis pasajeros: el capitán Augusto Martínez, Auditor General del II Frente, Vazquecito y otros compañeros. Recuerdo que era un jeep Willy sin capota. Ya era como la una de la tarde. El día anterior había caído una pequeña llovizna que había terminado con el polvo. Acabábamos de pasar el almacén de café, a la orilla del camino de Soledad de Mayarí Arriba, cuando encima de nosotros hizo su aparición un avión caza T-33 a chorro, de los que Batista utilizaba contra nosotros. Al parecer andaba en misión de caza libre. Al detectarnos tomó altura bruscamente para ponerse en una posición cómoda de tiro, pues volaba un poco bajo. Al aparecer el avión, los ocupantes del vehículo en que viajábamos, como si hubiesen actuado a una voz de mando, al unísono, puestos de acuerdo en el segundo exacto, a la velocidad de la luz, se tiraron del vehículo y emprendieron una carrera de cerca de 350 metros hasta una altura en la cercanía. Yo me quedé tranquilo al timón del vehículo parado en el camino. No se ganaba para sustos en esos días. En días anteriores hicieron su aparición estruendosamente dos cazas P-51 de propelas, que pasaron rasantes encima del hospital de Soledad y por nada se llevan el techo: el susto fue tremendo. Después supimos que eran nuestros, que venían de Miami y habían aterrizado en la pista de Mayarí Arriba, enviados por el Movimiento 26 de Julio. Volviendo al T-33, el avión sólo realizó un pase, tiró una pequeña ráfaga alta, lejos y se retiró. Al parecer le quedaba poco combustible. Al ratito mis compañeros volvieron un poco amoscados, se acercaron lentamente y montaron en el jeep. Augusto, que es una persona muy seria, me dijo:”compadre, ¡qué sangre más fría! ¡Qué serenidad tienes!” Yo hice un gesto displicente con la mano, como restándole importancia al asunto, arranqué el motor y continuamos la marcha. Desde ese día tuve una aureola de tipo sereno con mis compañeros. La aviación, aparte del daño que hacía, jugaba un efecto psicológico. En los primeros días del triunfo cuando algún bromista en el cuartel Moncada daba la voz de avión había personas que actuaban por inercia y se tiraban al suelo. Muchos años después le confesé a un compañero lo que pasó aquel día en Soledad con el T-33. Sencillamente me paralicé, me congelé, me enredé entre el timón y la palanca de cambios, me perdí allí y sencillamente...no supe cómo salir.

La matica de café
    En la comarca había muchas como ella. Esta era tímida en extremo. Yo la había visto dos o tres veces, bonita, bien trigueña como su padre, menudita de cuerpo. Decían que era de una familia de curros. Estos curros oriundos de la región de Valencia eran bien prietos, parecían gitanos o árabes. Los españoles se metieron en todas las montañas del oriente del país y fundaron cientos de familias. Los padres eran españoles y los hijos criollos. Muchos se adentraron monte adentro y levantaron con sus espaldas grandes plantaciones de café, trabajaron y ahorraron mucho; mantenían sus formas de vida y costumbres; construyeron grandes y prácticas casas. Los había que llegaron casados muy jóvenes de la madre patria, otros conocieron a su pareja también española aquí, y también los había casados con cubanas. A todos los igualaba una cosa, vinieron a hacer fortuna, muchos la hicieron,  echaron raíces y acá se quedaron, muy pocos regresaron.
    Los españoles que vinieron a América eran ahorrativos y previsores, diferentes al criollo que por idiosincrasia gastaba mucho, no guardaba nada También en común tenían la crianza de las hijas, era un cliché. Las había bonitas, feas, flacas, gordas, pero para todas era igual, la mirada asustadiza como las venaditas del bosque, no se dejaban ver al llegar una visita, mucho menos si ésta era de hombres. Cuando era yo un adolescente pasé unas vacaciones en la casa de una de estas personas, amiga de mi padre, en el valle de Caujerí. Tenían una hija rubia, bonita por cierto, la vi muy pocas veces y eso que vivíamos bajo el mismo techo.
    El padre de esta trigueñita del cuento poseía una buena finca de café. Su madre era cubana, ya acostumbrada al servilismo rural de la época. El viejo tenía un hermano cerca  que tenía muchas más tierras que él. Nos veía pasar, pero no intervenía en nada, sabíamos que no le gustábamos, tal vez olía ya algo. La muchacha simpatizaba con los rebeldes, cosía a escondidas brazaletes y pañoletas con los colores del 26 de Julio y nos las enviaba con una de las recogedoras de café de la finca. De alguna forma el hombre se enteró y se lo prohibió. Sabe Dios por qué, por cuáles circunstancias, ni lo que pasó por la mente de aquella niña de 15 ó16 años, nunca lo sabremos, lo cierto es que un día decidió quitarse la vida.
    Esa mañana Amel Escalante y yo estábamos en el hospital de Soledad y vinieron con la noticia que la hija de fulano de tal había aparecido ahorcada, no se sabía cómo, en una matica de café. No había nadie a quien mandar y fuimos nosotros dos a investigar lo ocurrido. Amel había cursado el primer año de Medicina. Después de casi una hora de marcha a caballo llegamos a la hacienda. Era un gran caserón de madera con un cobertizo al lado de la casa y enfrente el consabido secadero de café. Había varias personas, todas mujeres. La descubrieron muy temprano en la mañana detrás del cobertizo arrodillada y al cuello una soguita amarrada a una matita pequeña de café que soportó el cuerpo pequeño de la chiquilla. Así como rezando la encontraron. Nos pasaron al cuarto donde estaba tendida a lo largo de su cama, con las manos juntas en el pecho, vestida de blanco y lleno el lecho de flores, parecía como dormida. Nos quedamos con dos de las mujeres de edad mediana y le pedimos que le quitaran las ropas y que la volteasen. No había nada, ni pequeños rasguños, ni golpes, ninguna señal de violencia. La desnudez virginal de aquella criatura, que nadie había visto en vida, nos conmovió. No queríamos mirarla, pero nos había traído hasta allí una tarea y teníamos que cumplirla y descartar cualquier otra cosa. Amel le hizo el tacto vaginal y me dijo que si quería comprobarlo. No me atreví a mancillar aquella doncellez. Le dije: “no, no hace falta”. Me dijo: “es virgen”. Descartamos cualquier violación u otro hecho y la cubrí con la sábana. No sé cómo aquel padre pudo vivir después. Tal vez este relato sea el homenaje de verdad póstumo a aquella muchachita que yace en un pequeño cementerio perdido en la serranía, tal vez en una tumba ya sin flores y olvidada, que no quiso o no pudo vivir su vida.

En apuros
    Dicen que el cubano piensa bien, pero tarde, yo creo que hay momentos en los que no se puede pensar y se deja para luego. Estos son ejemplos.
    Una noche, aburrido en el hotel Internacional, vieja construcción de la ciudad de Praga, después de comer un bistec empanizado, obstinado ya de las salchichas que comía afuera, en lugares populares, pues en el hotel todo era carísimo, me encaminé por la agradable oscuridad de la noche hacia la Embajada Cubana por una acera llena de árboles. A mi lado pasaban los praguenses con abrigos. Inexplicablemente yo, animal del trópico, sentía una temperatura agradable. Al llegar encontré a un  viejo español de guardia que ya había visto en este mismo lugar y que trabajaba en cuestiones de servicios. Tomé asiento y me propuse sacarle conversación sobre su vida. Él ya sabía que yo era militar. En esto llegaron dos muchachas cubanas muy jóvenes, después de atenderlas y al quedarnos nuevamente solos él me dijo que había estado en un campo de concentración nazi en Polonia y comenzó a narrarme la vida allí, el frío que hacía y sin tener con qué abrigarse, la comida una vez al día, era un agua oscura con algún pedazo de nabo, papa o zanahoria podrida. Cuando llegaban grupos nuevos de prisioneros seleccionaban a las mujeres jóvenes, algunas casi niñas, y las obligaban a prostituirse en lugares que tenían para la soldadesca; luego, al cabo del tiempo las enviaban a la cámara de gas. Que por entretenimiento cogían un tablón grueso, especie de un cepo, con una abertura sólo para la cabeza a duras penas, y entonces obligaban a las personas a pasar por allí, y al que no lo hacía, sencillamente lo mataban, que era increíble por donde aquellas personas lograban pasar su cuerpo. Yo le decía que si, que en un momento crucial uno hace cosas que luego no se puede explicar, que recordaba que en el combate de Cupeyal ,en el II Frente Oriental, el ejército de Batista logró llegar a un alto, guiado por el chivato Chano Silva. Cuando ellos se retiraron nosotros fuimos a recoger un herido de otro grupo de escopeteros y resultó que lo conocía, habíamos sido compañeros de trabajo en una mina. También recordaba que cuando desarmábamos los cazabobos, esto eran trampas explosivas que dejaba el ejército, llegaron dos B-26 de esos que tiraban también por detrás y empezaron a tirar con la 50 encima de nosotros. A mí me picó casi en los pies una ráfaga larga. Sin calentar inicié una carrera sin soltar mi viejo Craque, que sólo tenía 15 balas y salté un mayal de tres mayas juntas que hoy todavía no me explico cómo lo logré sin clavarme una espina y sin un rasguño. Nada cosas del saltador Olímpico que todos tenemos

Pinalito
    El  ciclón Flora soplaba con toda su intensidad en la zona de la Sierra Maestra y reculó cerca de Jiguaní. Los ríos crecieron hasta donde los muy viejos no recordaban. La gente que vivía cerca de los ríos tenía sus medidas históricas de lo máximo, pero éste era distinto, aquí los recuerdos y los hasta aquí subieron las aguas en el año tal, se fueron pal’ carajo. Los Ziles de tres diferenciales de Silva, el jefe del plan  de los caminos de montaña, feos y magníficos, carros de combate que los soviéticos fabricaron en la II Guerra Mundial para  el arrastre de piezas de artillería, parecían una bola de fango. Arrastraban el lodo pegajoso de la Sierra, sacaban gente de dondequiera, de todos los lugares. Muchos de los viejos no querían salir, en muchos casos hubo que utilizar casi la violencia y por esto se ahogaron menos. Los helicópteros M-4 salieron de la capital en flotilla contra todos los argumentos de los especialistas amigos, pero era necesario hacerlo y pusieron al frente al viejo Policarpo. Después él me contaba que cuando sobrevolaban en las cercanías de Holguín, un poco después de esta ciudad, se confundió y pensó que se había perdido, y que volaba encima del golfo de Guacanayabo, porque no veía tierra por ningún lado. Era todo el llano del Cauto inundado. El agua llegaba al pico de las palmas reales, a duras penas pudieron orientarse.
    Ese día yo me encontraba en el Partido Regional  con Silva y Fello, analizábamos la situación, cuando nos llegó la noticia que Pinalito, un pequeño caserío de la Sierra Maestra, había sido sepultado por un deslizamiento de tierra. De inmediato tomamos ese rumbo. El camino era un lodazal, yo iba al timón, tuvimos que utilizar uno de los Ziles. La lluvia era intensa, la humedad tremenda. Cruzamos un pequeño arroyo antes de comenzar las grandes lomas. El agua casi daba en los guardafangos de estos altos carros, por un minuto sentí que el vehículo flotaba pero por suerte volvió a agarrarse del fondo. La tierra dejó de ser vegetal. La lluvia había formado profundas zanjas. Ya en el firme el camino mejoraba un poco. Por fin, después de casi tres horas de marcha, desde una de las alturas vimos un inmenso charco de agua donde antes había estado el pueblecito, se había convertido en una presa o un lago, topográficamente.
Pinalito era un caserío en el estribo de una montaña, de unas 40 ó 50 casas y una tienda a la orilla de un río. Las intensas lluvias provocaron el deslizamiento de una gran masa de tierra, piedras y lodo que sepultó el lugar, obstruyó el cauce y lo represó. Las aguas retrocedieron y formando una presa quedaron debajo casas y tienda. Ya los vecinos aprovechaban que el agua no había reventado la cortina accidental y sacaban o trataban de salvar algunos alimentos. Nos detuvimos, todo estaba debajo de la tierra o del agua. Casi todas las personas se evacuaron. Todo sucedió en cuestión de minutos: sintieron un gran ruido parecido a algo que arrastraban, muchos pudieron ver lo que pasaba y daban la voz de alarma. El asunto era correr, salir de las casas.
    Llegamos a un alto donde había una escuela primaria. Existía gran agitación. Unos momentos antes había ocurrido allí entre aquellas personas un hecho dramático: una mujer joven gritaba en alta voz que no había podido sacar a su criatura y la llamaba a gritos, quería volver al lugar y era sujetada por familiares. Otra, también joven, le cantaba a la suya, a la que tenía envuelta en una manta. La que perdió el hijo, en uno de sus paseos en llanto, le llamó la atención la manta y le destapó la cara al niño. Entonces se lo arrebato gritando: ¡Es mi hija! ¡Es mi hija! La otra se aferraba al cuerpo de la criaturita, intervinieron los vecinos y comprobaron que la niña era de la que se lamentaba.
    En la tragedia ambas mujeres habían perdido a sus criaturas. Una de ellas salvó la de la otra pensando que era la suya, y ahora se aclaraba el asunto. A pesar de los gritos de la que tenía la niña, tuvo que entregarla. Así las sorprendió el amanecer, una arrullaba a su niña, la otra arrullaba en sus brazos vacíos a su niña ausente.

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