El duro
Alfredo Ballester Parra
Año 1958. Iba yo al timón del
jeep, mis pasajeros: el capitán Augusto Martínez, Auditor General del II
Frente, Vazquecito y otros compañeros. Recuerdo que era un jeep Willy sin
capota. Ya era como la una de la tarde. El día anterior había caído una pequeña
llovizna que había terminado con el polvo. Acabábamos de pasar el almacén de
café, a la orilla del camino de Soledad de Mayarí Arriba, cuando encima de
nosotros hizo su aparición un avión caza T-33 a chorro, de los que Batista
utilizaba contra nosotros. Al parecer andaba en misión de caza libre. Al
detectarnos tomó altura bruscamente para ponerse en una posición cómoda de
tiro, pues volaba un poco bajo. Al aparecer el avión, los ocupantes del
vehículo en que viajábamos, como si hubiesen actuado a una voz de mando, al
unísono, puestos de acuerdo en el segundo exacto, a la velocidad de la luz, se
tiraron del vehículo y emprendieron una carrera de cerca de 350 metros hasta una
altura en la cercanía. Yo me quedé tranquilo al timón del vehículo parado en el
camino. No se ganaba para sustos en esos días. En días anteriores hicieron su
aparición estruendosamente dos cazas P-51 de propelas, que pasaron rasantes
encima del hospital de Soledad y por nada se llevan el techo: el susto fue
tremendo. Después supimos que eran nuestros, que venían de Miami y habían
aterrizado en la pista de Mayarí Arriba, enviados por el Movimiento 26 de
Julio. Volviendo al T-33, el avión sólo realizó un pase, tiró una pequeña
ráfaga alta, lejos y se retiró. Al parecer le quedaba poco combustible. Al
ratito mis compañeros volvieron un poco amoscados, se acercaron lentamente y
montaron en el jeep. Augusto, que es una persona muy seria, me dijo:”compadre,
¡qué sangre más fría! ¡Qué serenidad tienes!” Yo hice un gesto displicente con
la mano, como restándole importancia al asunto, arranqué el motor y continuamos
la marcha. Desde ese día tuve una aureola de tipo sereno con mis compañeros. La
aviación, aparte del daño que hacía, jugaba un efecto psicológico. En los
primeros días del triunfo cuando algún bromista en el cuartel Moncada daba la
voz de avión había personas que actuaban por inercia y se tiraban al suelo.
Muchos años después le confesé a un compañero lo que pasó aquel día en Soledad
con el T-33. Sencillamente me paralicé, me congelé, me enredé entre el timón y
la palanca de cambios, me perdí allí y sencillamente...no supe cómo salir.
La matica de café
En la comarca había muchas como
ella. Esta era tímida en extremo. Yo la había visto dos o tres veces, bonita,
bien trigueña como su padre, menudita de cuerpo. Decían que era de una familia
de curros. Estos curros oriundos de la región de Valencia eran bien prietos,
parecían gitanos o árabes. Los españoles se metieron en todas las montañas del
oriente del país y fundaron cientos de familias. Los padres eran españoles y
los hijos criollos. Muchos se adentraron monte adentro y levantaron con sus
espaldas grandes plantaciones de café, trabajaron y ahorraron mucho; mantenían
sus formas de vida y costumbres; construyeron grandes y prácticas casas. Los
había que llegaron casados muy jóvenes de la madre patria, otros conocieron a
su pareja también española aquí, y también los había casados con cubanas. A
todos los igualaba una cosa, vinieron a hacer fortuna, muchos la hicieron, echaron raíces y acá se quedaron, muy pocos
regresaron.
Los españoles que vinieron a
América eran ahorrativos y previsores, diferentes al criollo que por
idiosincrasia gastaba mucho, no guardaba nada También en común tenían la
crianza de las hijas, era un cliché. Las había bonitas, feas, flacas, gordas,
pero para todas era igual, la mirada asustadiza como las venaditas del bosque,
no se dejaban ver al llegar una visita, mucho menos si ésta era de hombres.
Cuando era yo un adolescente pasé unas vacaciones en la casa de una de estas
personas, amiga de mi padre, en el valle de Caujerí. Tenían una hija rubia,
bonita por cierto, la vi muy pocas veces y eso que vivíamos bajo el mismo
techo.
El padre de esta trigueñita del
cuento poseía una buena finca de café. Su madre era cubana, ya acostumbrada al
servilismo rural de la época. El viejo tenía un hermano cerca que tenía muchas más tierras que él. Nos veía
pasar, pero no intervenía en nada, sabíamos que no le gustábamos, tal vez olía
ya algo. La muchacha simpatizaba con los rebeldes, cosía a escondidas
brazaletes y pañoletas con los colores del 26 de Julio y nos las enviaba con
una de las recogedoras de café de la finca. De alguna forma el hombre se enteró
y se lo prohibió. Sabe Dios por qué, por cuáles circunstancias, ni lo que pasó
por la mente de aquella niña de 15 ó16 años, nunca lo sabremos, lo cierto es
que un día decidió quitarse la vida.
Esa mañana Amel Escalante y yo
estábamos en el hospital de Soledad y vinieron con la noticia que la hija de
fulano de tal había aparecido ahorcada, no se sabía cómo, en una matica de
café. No había nadie a quien mandar y fuimos nosotros dos a investigar lo
ocurrido. Amel había cursado el primer año de Medicina. Después de casi una
hora de marcha a caballo llegamos a la hacienda. Era un gran caserón de madera
con un cobertizo al lado de la casa y enfrente el consabido secadero de café.
Había varias personas, todas mujeres. La descubrieron muy temprano en la mañana
detrás del cobertizo arrodillada y al cuello una soguita amarrada a una matita
pequeña de café que soportó el cuerpo pequeño de la chiquilla. Así como rezando
la encontraron. Nos pasaron al cuarto donde estaba tendida a lo largo de su
cama, con las manos juntas en el pecho, vestida de blanco y lleno el lecho de
flores, parecía como dormida. Nos quedamos con dos de las mujeres de edad
mediana y le pedimos que le quitaran las ropas y que la volteasen. No había
nada, ni pequeños rasguños, ni golpes, ninguna señal de violencia. La desnudez
virginal de aquella criatura, que nadie había visto en vida, nos conmovió. No
queríamos mirarla, pero nos había traído hasta allí una tarea y teníamos que
cumplirla y descartar cualquier otra cosa. Amel le hizo el tacto vaginal y me
dijo que si quería comprobarlo. No me atreví a mancillar aquella doncellez. Le
dije: “no, no hace falta”. Me dijo: “es virgen”. Descartamos cualquier
violación u otro hecho y la cubrí con la sábana. No sé cómo aquel padre pudo
vivir después. Tal vez este relato sea el homenaje de verdad póstumo a aquella
muchachita que yace en un pequeño cementerio perdido en la serranía, tal vez en
una tumba ya sin flores y olvidada, que no quiso o no pudo vivir su vida.
En apuros
Dicen que el cubano piensa bien,
pero tarde, yo creo que hay momentos en los que no se puede pensar y se deja
para luego. Estos son ejemplos.
Una noche, aburrido en el hotel
Internacional, vieja construcción de la ciudad de Praga, después de comer un
bistec empanizado, obstinado ya de las salchichas que comía afuera, en lugares
populares, pues en el hotel todo era carísimo, me encaminé por la agradable
oscuridad de la noche hacia la Embajada Cubana por una acera llena de árboles.
A mi lado pasaban los praguenses con abrigos. Inexplicablemente yo, animal del
trópico, sentía una temperatura agradable. Al llegar encontré a un viejo español de guardia que ya había visto
en este mismo lugar y que trabajaba en cuestiones de servicios. Tomé asiento y
me propuse sacarle conversación sobre su vida. Él ya sabía que yo era militar.
En esto llegaron dos muchachas cubanas muy jóvenes, después de atenderlas y al
quedarnos nuevamente solos él me dijo que había estado en un campo de
concentración nazi en Polonia y comenzó a narrarme la vida allí, el frío que
hacía y sin tener con qué abrigarse, la comida una vez al día, era un agua
oscura con algún pedazo de nabo, papa o zanahoria podrida. Cuando llegaban
grupos nuevos de prisioneros seleccionaban a las mujeres jóvenes, algunas casi
niñas, y las obligaban a prostituirse en lugares que tenían para la soldadesca;
luego, al cabo del tiempo las enviaban a la cámara de gas. Que por
entretenimiento cogían un tablón grueso, especie de un cepo, con una abertura
sólo para la cabeza a duras penas, y entonces obligaban a las personas a pasar
por allí, y al que no lo hacía, sencillamente lo mataban, que era increíble por
donde aquellas personas lograban pasar su cuerpo. Yo le decía que si, que en un
momento crucial uno hace cosas que luego no se puede explicar, que recordaba
que en el combate de Cupeyal ,en el II Frente Oriental, el ejército de Batista
logró llegar a un alto, guiado por el chivato Chano Silva. Cuando ellos se
retiraron nosotros fuimos a recoger un herido de otro grupo de escopeteros y
resultó que lo conocía, habíamos sido compañeros de trabajo en una mina.
También recordaba que cuando desarmábamos los cazabobos, esto eran trampas
explosivas que dejaba el ejército, llegaron dos B-26 de esos que tiraban
también por detrás y empezaron a tirar con la 50 encima de nosotros. A mí me
picó casi en los pies una ráfaga larga. Sin calentar inicié una carrera sin
soltar mi viejo Craque, que sólo tenía 15 balas y salté un mayal de tres mayas
juntas que hoy todavía no me explico cómo lo logré sin clavarme una espina y
sin un rasguño. Nada cosas del saltador Olímpico que todos tenemos
Pinalito
El ciclón Flora soplaba con toda su intensidad en
la zona de la Sierra Maestra y reculó cerca de Jiguaní. Los ríos crecieron
hasta donde los muy viejos no recordaban. La gente que vivía cerca de los ríos
tenía sus medidas históricas de lo máximo, pero éste era distinto, aquí los recuerdos
y los hasta aquí subieron las aguas en el año tal, se fueron pal’ carajo. Los
Ziles de tres diferenciales de Silva, el jefe del plan de los caminos de montaña, feos y magníficos,
carros de combate que los soviéticos fabricaron en la II Guerra Mundial
para el arrastre de piezas de
artillería, parecían una bola de fango. Arrastraban el lodo pegajoso de la
Sierra, sacaban gente de dondequiera, de todos los lugares. Muchos de los
viejos no querían salir, en muchos casos hubo que utilizar casi la violencia y
por esto se ahogaron menos. Los helicópteros M-4 salieron de la capital en
flotilla contra todos los argumentos de los especialistas amigos, pero era
necesario hacerlo y pusieron al frente al viejo Policarpo. Después él me
contaba que cuando sobrevolaban en las cercanías de Holguín, un poco después de
esta ciudad, se confundió y pensó que se había perdido, y que volaba encima del
golfo de Guacanayabo, porque no veía tierra por ningún lado. Era todo el llano
del Cauto inundado. El agua llegaba al pico de las palmas reales, a duras penas
pudieron orientarse.
Ese día yo me encontraba en el
Partido Regional con Silva y Fello,
analizábamos la situación, cuando nos llegó la noticia que Pinalito, un pequeño
caserío de la Sierra Maestra, había sido sepultado por un deslizamiento de
tierra. De inmediato tomamos ese rumbo. El camino era un lodazal, yo iba al
timón, tuvimos que utilizar uno de los Ziles. La lluvia era intensa, la humedad
tremenda. Cruzamos un pequeño arroyo antes de comenzar las grandes lomas. El
agua casi daba en los guardafangos de estos altos carros, por un minuto sentí
que el vehículo flotaba pero por suerte volvió a agarrarse del fondo. La tierra
dejó de ser vegetal. La lluvia había formado profundas zanjas. Ya en el firme
el camino mejoraba un poco. Por fin, después de casi tres horas de marcha,
desde una de las alturas vimos un inmenso charco de agua donde antes había
estado el pueblecito, se había convertido en una presa o un lago,
topográficamente.
Pinalito era un caserío en el estribo de una montaña, de unas 40 ó 50 casas
y una tienda a la orilla de un río. Las intensas lluvias provocaron el
deslizamiento de una gran masa de tierra, piedras y lodo que sepultó el lugar,
obstruyó el cauce y lo represó. Las aguas retrocedieron y formando una presa
quedaron debajo casas y tienda. Ya los vecinos aprovechaban que el agua no
había reventado la cortina accidental y sacaban o trataban de salvar algunos
alimentos. Nos detuvimos, todo estaba debajo de la tierra o del agua. Casi
todas las personas se evacuaron. Todo sucedió en cuestión de minutos: sintieron
un gran ruido parecido a algo que arrastraban, muchos pudieron ver lo que
pasaba y daban la voz de alarma. El asunto era correr, salir de las casas.
Llegamos a un alto donde había
una escuela primaria. Existía gran agitación. Unos momentos antes había
ocurrido allí entre aquellas personas un hecho dramático: una mujer joven
gritaba en alta voz que no había podido sacar a su criatura y la llamaba a
gritos, quería volver al lugar y era sujetada por familiares. Otra, también
joven, le cantaba a la suya, a la que tenía envuelta en una manta. La que
perdió el hijo, en uno de sus paseos en llanto, le llamó la atención la manta y
le destapó la cara al niño. Entonces se lo arrebato gritando: ¡Es mi hija! ¡Es
mi hija! La otra se aferraba al cuerpo de la criaturita, intervinieron los
vecinos y comprobaron que la niña era de la que se lamentaba.
En la tragedia ambas mujeres
habían perdido a sus criaturas. Una de ellas salvó la de la otra pensando que
era la suya, y ahora se aclaraba el asunto. A pesar de los gritos de la que
tenía la niña, tuvo que entregarla. Así las sorprendió el amanecer, una
arrullaba a su niña, la otra arrullaba en sus brazos vacíos a su niña ausente.
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