lunes, 8 de septiembre de 2014

La peseta de plata (100 céntimos)



La peseta de plata (100 céntimos)
Por Alfredo Ballester
    Gentil, andar gracioso de 18 primaveras, figura menudita, ojos color miel, pelo negro como la noche, Gabriela, sin ser lo que en la época llamaban una beldad, no se podía dejar de mirar, hija única de un modesto matrimonio de padre mallorquín y madre hija de catalanes. El padre había trabajado largos años en el central Elvirita, propiedad de un acaudalado hombre de negocio, Don Melchor Leal y Bernes, asturiano de buena cepa, buen porte, 50 abriles bien vividos, y un gran mostacho debajo de la nariz, armador del bergantín La Reina del Caribe.
    El central, situado por la zona de Matanzas, poseía una de las mejores dotaciones de esclavos de la isla. Su dueño había viajado por casi toda Europa donde residía la mayor parte del tiempo hasta que, por casualidad, se prendió de los ojos gitanos de Gabriela. La boda no se hizo esperar, asistió lo mejor de La Habana, no se escatimó nada, el champán y los vinos vinieron expresamente en La Reina del Caribe desde bodegas francesas, turrones de la madre patria. Los más finos dulces por los maestros reposteros, Carrillo, de la calle Picota, los Lombillos que sirvieron todos los esplendidos buffet de la mejores panaderías habaneras; las damas para la ocasión lucieron vestidos encargados a afamadas modistas parisinas, los últimos modelos de París y complicados peinados confeccionado por algún  Monsieur peluquero del patio; la casa fue decorada con rosas y dalias rosadas, a la boda asistieron las autoridades españolas y el capitán general de la siempre fiel isla de Cuba.
    Para vivienda de los nuevos esposos Don Melchor compró una quinta que reparó totalmente en el naciente Vedado. La luna de miel fue en una finca cerca de la capital en Arroyo Arenas. La primera noche fue todo un descubrimiento para Gabriela, Don Melchor fue un caballero, se entretuvo en la biblioteca ojeando algunos volúmenes mientras ella en el cuarto de baño se aseaba y preparaba para consumar el matrimonio; ya lista, él, en el cuarto de vestir, púsose el camisón y el gorro de dormir, abrió la puerta de la habitación, apagó la luz, cogió una sábana preparada que tenía un hueco en el centro y que era de uso corriente en los caballeros bien nacidos, conocida como sábana matrimonial, la tendió encima de su mujer, suavemente metió una mano y le quito los calzones, se acostó encima de ella y la desfloró por el agujero de la sábana.
    Así pasó el tiempo, la cubanita viajó a Europa y con ellos la sábana del agujero, cuando la deseaba, ponía en la mesita de noche la sábana susodicha sin necesidad de explicaciones o le decía al oído: señora, su esposo requiere de mujer, esto ocurría por lo menos una vez a la semana.
    La joven casada fue adquiriendo modales más refinados, ya en La Habana, una tarde calurosa en compañía de unas amigas paseaba en volanta por la Alameda de Paula cuando su coche rozó la rueda de otro carro que iba en su misma dirección, pronto los dos negros caleseros se enfrascaron en una acalorada discusión, el ocupante de la calesa accidentada, un apuesto joven de ojos verdes, iba a intervenir cuando tropezó con la bella estampa de Gabriela, quedó fulminado, esto fue el comienzo de una relación, que terminó donde tenía que ser: en la cama.
    Pasado algún tiempo Don Melchor, persona observadora, se percató que algo no andaba bien con su esposa, pues se mostraba fría y esquiva pretextando dolores y molestias propias de mujeres. La joven e inexperta mujer había conocido de otras caricias ardientes del fogoso galán; el primer día que estuvo a solas con su amante en la semipenumbrade la habitación, él la estrechó larga y apasionadamente entre sus brazos, se apoderó de su boca y de su aliento, fue quitándole delicada y lentamente sus vestidos, fue besando y lamiendo los rincones más íntimos y ocultos de su cuerpo; ella por vez primera quiso y pidió ser penetrada, al principio  gemía como una niña tímida y con movimientos pausados, hasta culminar con un grito de placer casi frenético; lo hicieron de una manera violenta casi animal. A este encuentro siguió otro y luego otro, hasta que una lengua piadosa puso sobre aviso con todo los detalles al engañado marido.  Don Melchor, hombre religioso, de carácter tranquilo, pagó muy bien la confidencia, y meditó un plan. Una tarde de las acostumbradas por Gabriela a salir de paseo, se presentó en la casa donde según la información se perpetraba el crimen, engañando y comprando al esclavo portero, subió hasta el lugar donde se encontraba la pareja,  tan juntos y desnudos en pleno goce amoroso sin percatarse de la presencia del marido, éste delicadamente tosió y carraspeo, sujetando en su mano izquierda un gran revólver pues don Melchor era zurdo.  Vicente que cabalgaba en ese momento encima de una potranca furiosa, con los ojos desorbitados gritó y alzó los brazos, Gabriela dio un estridente chillido, tapando sus senos con los largos calzones del amante, ambos implorando lastimosamente perdón y serenidad al ultrajado esposo. Don Melchor, con la voz de bajo que lo caracterizaba y muy despacio arrastrando las zetas, dijo: --Cuánto vale este tiempo con una putilla de un lupanar de los muelles--, Vicente titubeó un instante y con un hilo de voz contestó: una peseta de plata, --entonces eso es lo que usted me debe joven--. Apresuradamente Vicente saltó del lecho y sacó de su pantalón lo pedido, entregándolo al marido, este lo guardo despaciosamente en su chaleco, despidiéndose ya en la puerta se volvió hacia los aterrorizados jóvenes  les dijo: ya está pagado, podéis terminar lo comenzado, y abandonó el lugar. La pareja con mucho miedo y arrepentidos salieron  sin mirarse las caras. Gabriela se refugió con cualquier pretexto en casa de sus padres.
    Pasados varios días el marido fue a buscarla, llevándola a su casa sin una palabra, en este tiempo había hecho que un orfebre colgara la moneda a una cadena también de plata americana que abundaba en demasía en esa época. La joven esposa totalmente arrepentida no osaba mirar la cara del esposo, ni lograba reponerse, la acometió una tos nerviosa, se refugió en sus habitaciones, Don Melchor había pasado a ocupar otra, solo se veían a las horas de las comidas en que sentados de frente en la larga mesa el esposo sacaba y balanceaba perpendicularmente la moneda que colgaba de la cadenita, que ella se quedaba viendo fijamente como hipnotizada. El, en voz muy baja, mirándola, susurraba  --putilla--, la infeliz no ingería alimento alguno y el sueño se escapó, adelgazaba a ojos vistas, la moneda se convirtió en una obsesión. A media noche él penetraba en la habitación, se sentaba en el lecho donde ella yacía con los ojos abiertos y a la luz de las vela sacaba la moneda y la balanceaba. Los médicos dijeron que fue  la tisis cuando ella murió. La tendieron en la sala de la casa, en túmulo alto y abierto y la cubrieron de flores con rosas y dalia rosada, él guardó un prudente luto y viajó de nuevo a Europa. Al volver se casó con una bella muchacha criolla que conoció en el barco de regreso, y no volvió jamás a usar la sábana con el hueco.

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