La peseta de plata (100
céntimos)
Por Alfredo Ballester
Gentil, andar gracioso de 18
primaveras, figura menudita, ojos color miel, pelo negro como la noche,
Gabriela, sin ser lo que en la época llamaban una beldad, no se podía dejar de
mirar, hija única de un modesto matrimonio de padre mallorquín y madre hija de
catalanes. El padre había trabajado largos años en el central Elvirita, propiedad
de un acaudalado hombre de negocio, Don Melchor Leal y Bernes, asturiano de
buena cepa, buen porte, 50 abriles bien vividos, y un gran mostacho debajo de
la nariz, armador del bergantín La
Reina del Caribe.
El central, situado por la zona
de Matanzas, poseía una de las mejores dotaciones de esclavos de la isla. Su
dueño había viajado por casi toda Europa donde residía la mayor parte del
tiempo hasta que, por casualidad, se prendió de los ojos gitanos de Gabriela.
La boda no se hizo esperar, asistió lo mejor de La Habana, no se escatimó
nada, el champán y los vinos vinieron expresamente en La Reina del Caribe desde
bodegas francesas, turrones de la madre patria. Los más finos dulces por los
maestros reposteros, Carrillo, de la calle Picota, los Lombillos que sirvieron
todos los esplendidos buffet de la mejores panaderías habaneras; las damas para
la ocasión lucieron vestidos encargados a afamadas modistas parisinas, los
últimos modelos de París y complicados peinados confeccionado por algún Monsieur peluquero del patio; la casa fue
decorada con rosas y dalias rosadas, a la boda asistieron las autoridades
españolas y el capitán general de la siempre fiel isla de Cuba.
Para vivienda de los nuevos
esposos Don Melchor compró una quinta que reparó totalmente en el naciente
Vedado. La luna de miel fue en una finca cerca de la capital en Arroyo Arenas.
La primera noche fue todo un descubrimiento para Gabriela, Don Melchor fue un
caballero, se entretuvo en la biblioteca ojeando algunos volúmenes mientras
ella en el cuarto de baño se aseaba y preparaba para consumar el matrimonio; ya
lista, él, en el cuarto de vestir, púsose el camisón y el gorro de dormir,
abrió la puerta de la habitación, apagó la luz, cogió una sábana preparada que
tenía un hueco en el centro y que era de uso corriente en los caballeros bien
nacidos, conocida como sábana matrimonial, la tendió encima de su mujer,
suavemente metió una mano y le quito los calzones, se acostó encima de ella y
la desfloró por el agujero de la sábana.
Así pasó el tiempo, la cubanita
viajó a Europa y con ellos la sábana del agujero, cuando la deseaba, ponía en
la mesita de noche la sábana susodicha sin necesidad de explicaciones o le
decía al oído: señora, su esposo requiere de mujer, esto ocurría por lo menos
una vez a la semana.
La joven casada fue adquiriendo
modales más refinados, ya en La
Habana, una tarde calurosa en compañía de unas amigas paseaba
en volanta por la Alameda
de Paula cuando su coche rozó la rueda de otro carro que iba en su misma
dirección, pronto los dos negros caleseros se enfrascaron en una acalorada
discusión, el ocupante de la calesa accidentada, un apuesto joven de ojos
verdes, iba a intervenir cuando tropezó con la bella estampa de Gabriela, quedó
fulminado, esto fue el comienzo de una relación, que terminó donde tenía que
ser: en la cama.
Pasado algún tiempo Don Melchor,
persona observadora, se percató que algo no andaba bien con su esposa, pues se
mostraba fría y esquiva pretextando dolores y molestias propias de mujeres. La
joven e inexperta mujer había conocido de otras caricias ardientes del fogoso
galán; el primer día que estuvo a solas con su amante en la semipenumbrade la
habitación, él la estrechó larga y apasionadamente entre sus brazos, se apoderó
de su boca y de su aliento, fue quitándole delicada y lentamente sus vestidos,
fue besando y lamiendo los rincones más íntimos y ocultos de su cuerpo; ella
por vez primera quiso y pidió ser penetrada, al principio gemía como una niña tímida y con movimientos
pausados, hasta culminar con un grito de placer casi frenético; lo hicieron de
una manera violenta casi animal. A este encuentro siguió otro y luego otro,
hasta que una lengua piadosa puso sobre aviso con todo los detalles al engañado
marido. Don Melchor, hombre religioso,
de carácter tranquilo, pagó muy bien la confidencia, y meditó un plan. Una
tarde de las acostumbradas por Gabriela a salir de paseo, se presentó en la
casa donde según la información se perpetraba el crimen, engañando y comprando
al esclavo portero, subió hasta el lugar donde se encontraba la pareja, tan juntos y desnudos en pleno goce amoroso
sin percatarse de la presencia del marido, éste delicadamente tosió y
carraspeo, sujetando en su mano izquierda un gran revólver pues don Melchor era
zurdo. Vicente que cabalgaba en ese
momento encima de una potranca furiosa, con los ojos desorbitados gritó y alzó
los brazos, Gabriela dio un estridente chillido, tapando sus senos con los
largos calzones del amante, ambos implorando lastimosamente perdón y serenidad
al ultrajado esposo. Don Melchor, con la voz de bajo que lo caracterizaba y muy
despacio arrastrando las zetas, dijo: --Cuánto vale este tiempo con una putilla
de un lupanar de los muelles--, Vicente titubeó un instante y con un hilo de
voz contestó: una peseta de plata, --entonces eso es lo que usted me debe
joven--. Apresuradamente Vicente saltó del lecho y sacó de su pantalón lo
pedido, entregándolo al marido, este lo guardo despaciosamente en su chaleco,
despidiéndose ya en la puerta se volvió hacia los aterrorizados jóvenes les dijo: ya está pagado, podéis terminar lo
comenzado, y abandonó el lugar. La pareja con mucho miedo y arrepentidos
salieron sin mirarse las caras. Gabriela
se refugió con cualquier pretexto en casa de sus padres.
Pasados varios días el marido fue
a buscarla, llevándola a su casa sin una palabra, en este tiempo había hecho
que un orfebre colgara la moneda a una cadena también de plata americana que
abundaba en demasía en esa época. La joven esposa totalmente arrepentida no
osaba mirar la cara del esposo, ni lograba reponerse, la acometió una tos
nerviosa, se refugió en sus habitaciones, Don Melchor había pasado a ocupar
otra, solo se veían a las horas de las comidas en que sentados de frente en la
larga mesa el esposo sacaba y balanceaba perpendicularmente la moneda que
colgaba de la cadenita, que ella se quedaba viendo fijamente como hipnotizada.
El, en voz muy baja, mirándola, susurraba
--putilla--, la infeliz no ingería alimento alguno y el sueño se escapó,
adelgazaba a ojos vistas, la moneda se convirtió en una obsesión. A media noche
él penetraba en la habitación, se sentaba en el lecho donde ella yacía con los
ojos abiertos y a la luz de las vela sacaba la moneda y la balanceaba. Los
médicos dijeron que fue la tisis cuando
ella murió. La tendieron en la sala de la casa, en túmulo alto y abierto y la
cubrieron de flores con rosas y dalia rosada, él guardó un prudente luto y
viajó de nuevo a Europa. Al volver se casó con una bella muchacha criolla que
conoció en el barco de regreso, y no volvió jamás a usar la sábana con el
hueco.
No hay comentarios:
Publicar un comentario