La osamenta
Por Alfredo Ballester
Inspirado en un relato del
arqueólogo Guas del Monte durante un vuelo
a la capital
Había hecho una buena jornada
desde el Camagüey. Los cascos del mulo sonaban sobre las piedras de la
carretera a la que llamaban camino real de la Isla. Anselmo era un
mulo joven, fuerte, de buen paso, menos terco que otro que había tenido el
español que se lo vendió y le cobró bien, pero valía lo pagado. Él conocía de
animales, había hecho el camino sólo en tres días, nada más se detuvo a dormir
y comer la carne salada que llevaba y las galletas marineras que se conservaban
largo tiempo; existían muchos ríos con buena agua, por ésta no se preocupaba.
Ya casi entraba al pueblo.
Después de un rato de marcha se dirigió al cabildo; en otras ocasiones había
estado por aquí cuando empezó el negocio de compra y venta de animales,
tratante, como acá decían. Por suerte, la esclavitud había terminado hacía
tiempo. Su madre vino como esclava junto a su abuela. Ella era muy chiquita
pero lo recordaba todo y se lo había contado varias veces. Él era fuerte, ya no
muy joven. Sus andanzas le reportaron algún caudal: compraba aquí y vendía
allá, así iba viviendo, no tenía raíces en ningún lugar. Ahora iba a hacer un
buen negocio, casualmente en un encuentro del camino lo había concertado con
uno de la familia que iba a ver.
Entró a la casa del cabildo y
tomaron sus generales, así constó que el negro liberto Serapio Matías, vecino
del Camagüey, se presentó en esta villa para realizar compra de ganado, firmado
con una cruz el 23 de abril del 1890. Entonces se dirigió al caserón de la
familia X, gente adinerada del pueblo, y entró por la puerta cochera. Le salió
al encuentro el mismísimo viejo don Mariano, el patriarca de la familia;
quedaron en ver al otro día el ganado y lo invitó a pernoctar esa noche. Ya era
tarde, condujo al buen Anselmo a un pesebre, vio un bebedero, se lavó un poco,
sintió el olor de un ajiaco con viandas y esto fue todo.
Pasaron los años, vino la lluvia,
el viento, personas nuevas. En la isla todo cambió, nacieron otras gentes que lo
viraron todo patas arribas. El viejo caserón fue dividido en varias casas,
hicieron nuevas paredes, divisiones, cambiaron techos. Sólo quedó el apellido
de abolengo, las riquezas se fueron a bolina. Un día el viejo caserón fue
derribado para hacer un banco. Los obreros excavaron el terreno. Al romper un
viejo lavadero colonial, debajo, enterrado, encontraron una osamenta humana que
a pesar de la cal no pudo destruirse totalmente. Tenía algún objeto y el cráneo
presentaba un hueco. Parecía un hecho muy viejo, llegó la gente de
investigaciones, hasta dos que eran arqueólogos o no sé qué. Dijeron que por la
forma del cráneo se trataba de un hombre de la raza negra de mediana edad, por
la leontina de latón y otros cálculos enmarcaron más o menos la fecha posible.
Evidentemente era un asesinato, le habían pegado con un objeto duro, tal vez
una mano de pilón. También a los pocos días, en un entre patio, fue sacada la
osamenta de un cuadrúpedo, también en cal viva, al parecer un mulo. Los libros
del cabildo se mantenían en los archivos de los museos. Todo se aclaró: un
asesinato muy antiguo, pero un asesinato. No había a quién condenar, nada que
hacer. Se cerró el asunto, sólo una bonita y joven policía investigadora decía
a su compañero: “Y pensar que en este lugar nacieron, cantaron y bailaron los
descendientes de esa familia, sin saber que este pobre hombre yacía en los
cimientos de su casa”. “Así se hicieron muchas fortunas, sobre huesos de
esclavos, libertos, y mulatos.”
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