Por Alfredo Ballester
Ella, como siempre, limpiaba esta
habitación, cuyo olor no le gustaba, olía fuerte a medicina. Era todavía muy
temprano, casi oscuro, no había llegado nadie, no lo harían hasta después de
las 7 y media. A ella le gustaba terminar su trabajo temprano, ya llevaba
trabajando en esta clínica cerca de cuatro años. No tenía marido ni ninguna
familia. Tuvo una vez un hombre, solo uno en su vida, pero le salió tomador.
Esto podía aguantarlo, pero cuando tomaba le daba por insultarla y le gritaba:
¡fea, feísima! Un día no soportó más y lo puso de patitas en la calle. La vida
la había hecho dura. Cuando se encolerizaba era temida, pues tenía la fuerza de
un hombre fuerte, siempre en el trabajo duro de limpieza, decían que hasta
había hecho carbón. Era gorda, con unos pechos enormes, vírgenes de amamantar.
No podía parir por no sé qué cosa, según le dijo uno de los médicos de la
clínica privada que un día accedió a hacerle un reconocimiento a instancias de
la esposa de éste. Ella limpiaba en esa casa tres veces a la semana y algunas
veces cogía alguna ropa para lavarla. También lo hacía en la clínica cuando era
mucho el trabajo o los chinos de la tintorería tenían algún problema.
La habitación donde se encontraba
era espaciosa: una mesa de operaciones en el centro y varias vitrinas con
instrumentos. Estaba en semipenumbra, siempre después de utilizarla la dejaban
hecha un desastre; sangre y otras cosas por dondequiera. Esa madrugada la habían
empleado. Encendió la luz, puso en el suelo el cubo con agua limpia y arrojó la
frazada al piso de mosaicos azules. Ya casi terminaba cuando sintió un pequeño
ruido, como el quejido de un gatito pequeño. Aguzó el oído, pensó en ratones,
pero a pesar de la antigüedad del edificio casi no existían, sólo de vez en vez
algunas guayabitas. Volvió a sentir el ruido más tenue. Venía de un cesto de
latón en una esquina, debajo de una mesa donde echaban las placentas y fetos
muertos de pocas semanas. Vio unos trapos blancos con sangre, pudo ver un
pequeño bultito, metió sus manos y sintió que algo se movía dentro del
envoltorio. Lo abrió por arriba y vio una carita y unos ojitos chiquiticos
cerrados, todo embarrado de un líquido rojizo, que entreabría una minúscula
boquita. Rápidamente tomó una toalla y lo limpió, buscó un paño seco y lo
envolvió. Lo metió entre sus grandes senos dándole calor, no lo pensó dos
veces, cerró la puerta y apagó la luz. Todo lo hizo con rapidez, salió de la
clínica, todavía no había casi nadie en la calle. En el trayecto hacia su
pequeña casita no encontró ningún conocido, nadie la miró. Entró a su cuarto,
calentó agua y en una palangana aseó la pequeñita criaturita. Era un varoncito
muy chiquito, tendría que ser un sietemesino; era de ella, tenía un hijo.
Así la vida transcurría sin
ninguna alteración, ella esperaba, inexplicablemente nadie preguntó, uno
suponía que la persona que se ocupaba de esto lo hizo, y el que tenía que
hacerlo al no ver desechos pues pensó que no había algo anormal, o que ella lo
había hecho, allí se cremaban placentas y otros restos, también fetos. Oyó de
un parto de madrugada, del feto muerto, pero sólo un comentario de una de las
enfermeras, sólo eso. No quiso saber de quién, se mudó de barrio al otro extremo
de la ciudad. Conservó el empleo. No tenía muchas relaciones. El niño crecía
fuerte y sano. Todo el instinto dormido en aquel cuerpote despertó, fue la gran
madre, lo sacó a la luz. Nadie sospechaba, todo el mundo aceptó que era su
hijo, realmente a nadie le importaba aquella mujer gorda que hablaba poco, y
que quizás debido a su corpulencia no se le notó el embarazo.
Pasaron los años, aquel envoltorio
se convirtió en un niño, luego en un adolescente y en un joven educado y
formal. Era un magnífico hijo, nadie cuestionó cómo un joven de un pelo tan
rubio y unos ojos tan azules con tipo nórdico, que más bien parecía un
norteamericano, era hijo de una mujer tan trigueña. Bueno, estas cosas pasaban
en esta isla.
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