lunes, 8 de septiembre de 2014

El feto



Por Alfredo  Ballester
    Ella, como siempre, limpiaba esta habitación, cuyo olor no le gustaba, olía fuerte a medicina. Era todavía muy temprano, casi oscuro, no había llegado nadie, no lo harían hasta después de las 7 y media. A ella le gustaba terminar su trabajo temprano, ya llevaba trabajando en esta clínica cerca de cuatro años. No tenía marido ni ninguna familia. Tuvo una vez un hombre, solo uno en su vida, pero le salió tomador. Esto podía aguantarlo, pero cuando tomaba le daba por insultarla y le gritaba: ¡fea, feísima! Un día no soportó más y lo puso de patitas en la calle. La vida la había hecho dura. Cuando se encolerizaba era temida, pues tenía la fuerza de un hombre fuerte, siempre en el trabajo duro de limpieza, decían que hasta había hecho carbón. Era gorda, con unos pechos enormes, vírgenes de amamantar. No podía parir por no sé qué cosa, según le dijo uno de los médicos de la clínica privada que un día accedió a hacerle un reconocimiento a instancias de la esposa de éste. Ella limpiaba en esa casa tres veces a la semana y algunas veces cogía alguna ropa para lavarla. También lo hacía en la clínica cuando era mucho el trabajo o los chinos de la tintorería tenían algún problema.
    La habitación donde se encontraba era espaciosa: una mesa de operaciones en el centro y varias vitrinas con instrumentos. Estaba en semipenumbra, siempre después de utilizarla la dejaban hecha un desastre; sangre y otras cosas por dondequiera. Esa madrugada la habían empleado. Encendió la luz, puso en el suelo el cubo con agua limpia y arrojó la frazada al piso de mosaicos azules. Ya casi terminaba cuando sintió un pequeño ruido, como el quejido de un gatito pequeño. Aguzó el oído, pensó en ratones, pero a pesar de la antigüedad del edificio casi no existían, sólo de vez en vez algunas guayabitas. Volvió a sentir el ruido más tenue. Venía de un cesto de latón en una esquina, debajo de una mesa donde echaban las placentas y fetos muertos de pocas semanas. Vio unos trapos blancos con sangre, pudo ver un pequeño bultito, metió sus manos y sintió que algo se movía dentro del envoltorio. Lo abrió por arriba y vio una carita y unos ojitos chiquiticos cerrados, todo embarrado de un líquido rojizo, que entreabría una minúscula boquita. Rápidamente tomó una toalla y lo limpió, buscó un paño seco y lo envolvió. Lo metió entre sus grandes senos dándole calor, no lo pensó dos veces, cerró la puerta y apagó la luz. Todo lo hizo con rapidez, salió de la clínica, todavía no había casi nadie en la calle. En el trayecto hacia su pequeña casita no encontró ningún conocido, nadie la miró. Entró a su cuarto, calentó agua y en una palangana aseó la pequeñita criaturita. Era un varoncito muy chiquito, tendría que ser un sietemesino; era de ella, tenía un hijo.
    Así la vida transcurría sin ninguna alteración, ella esperaba, inexplicablemente nadie preguntó, uno suponía que la persona que se ocupaba de esto lo hizo, y el que tenía que hacerlo al no ver desechos pues pensó que no había algo anormal, o que ella lo había hecho, allí se cremaban placentas y otros restos, también fetos. Oyó de un parto de madrugada, del feto muerto, pero sólo un comentario de una de las enfermeras, sólo eso. No quiso saber de quién, se mudó de barrio al otro extremo de la ciudad. Conservó el empleo. No tenía muchas relaciones. El niño crecía fuerte y sano. Todo el instinto dormido en aquel cuerpote despertó, fue la gran madre, lo sacó a la luz. Nadie sospechaba, todo el mundo aceptó que era su hijo, realmente a nadie le importaba aquella mujer gorda que hablaba poco, y que quizás debido a su corpulencia no se le notó el embarazo.
   Pasaron los años, aquel envoltorio se convirtió en un niño, luego en un adolescente y en un joven educado y formal. Era un magnífico hijo, nadie cuestionó cómo un joven de un pelo tan rubio y unos ojos tan azules con tipo nórdico, que más bien parecía un norteamericano, era hijo de una mujer tan trigueña. Bueno, estas cosas pasaban en esta isla.

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