miércoles, 10 de septiembre de 2014

A modo de presentación



A modo de presentación

 Por Alfredo Ballester
Cuando la fantasía se mezcla con la realidad, salen cosas que uno quisiera que fueran reales, pero no siempre es así. Los cuentos, narraciones, las historias siempre serán eso: sólo cuentos. La vida es un cuento, una historia, una película, una comedia, un sainete, en ocasiones un melodrama o una parodia, la gracia está en que hay que saber contarlo. No sé si en mi caso lo logro, los escribí con muy buenas intenciones y disfruté haciéndolos. Son narraciones simples, sencillas, sin palabras rebuscadas, tal vez algunas palabritas robadas en algún lugar que no recuerdo, en un lenguaje llano. La mayoría de estos relatos los he vivido,; son temas de la vida cotidiana que al evocarlos, ya de lejos, se me convierten en una narración, solo son recuerdos, unos lindos y otros tristes, con un poco de humor; en unos soy protagonista, en otros, mero espectador, casi todos reales.

    El tío era un tipo de complexión fuerte. Bueno, realmente él era mi tío porque era el marido de la hermana de mi madre, hombre bajito, de brazos y piernas cortas y robustas, yo siempre había oído decir que las personas de estas características era muy difícil vencerlo en una lucha cuerpo a cuerpo. A pesar de su edad, unos 30 años, era casi calvo, siempre montaba un gran caballo alazán, negro como el azabache, una montura tejana, un rollo de soga colgando para enlazar el ganado, tocado con un sombrero alón, era eso que llaman por los países del sur un tropero; acá, uno que trabaja con ganado, un vaquero, no hablaba mucho. El padre era un viejecillo bajito y flaquito, español, no sé de cuál provincia de la madre patria, picaba piedra frente a mi casa para un paisano suyo.
    El tío nunca vivió en zonas pobladas, prefería los lugares alejados, sin vecinos, ahora tenía una casucha por el camino de los caños. Con sus tres hijas pequeñitas y rubias, todas las tardes se iba a pescar anguilas al Guaso que mi tía freía en un ancho caldero; el aroma dominaba el lugar a pescado frito, las comíamos con ñames de agua de Filipina o con fufú de plátanos verde y manteca de puerco que sacaba de una lata de las que llamaban de gas, llena de chicharrones enchumbados en manteca. Por las tardes me montaba en las ancas del caballo y me traía a mi casa por el camino del matadero que bordea todo el precipicio del río a lo largo de la línea del ferrocarril de Caimanera, decían que era un ladrón de ganado, un cuatrero, que le robaba a los ricos para ayudar a los pobres, que la guardia rural lo respetaba por ser un hombre muy guapo, que no temía a nada.
    Una mañana llegó la noticia, un rico ganadero dueño de carnicerías le había preparado una emboscada con los rurales y lo habían matado por la madrugada. Yo presencié cuando al padre le dieron la noticia, recogió su jolonguito y se marchó apresuradamente hacia su vieja casa de madera a la orilla del río. El río Guaso siguió corriendo, las anguilas siguieron remontando corriente arriba siguiendo el curso del río, refugiándose como siempre en las verdes charcas, en las profundas pozas o en los remansos, antes de emprender su viaje sin regreso hacia el mar; otros pescadores vinieron y la vida también siguió corriendo.

La promesa
    Mi madre era católica a su manera, quiero decir que no era un ratón de iglesias, pero sí buena cristiana y creyente, por eso cuando yo tenía 8 años y tras haber enfermado gravemente, hizo la promesa de tenerme vestido de blanco durante todo un año. Me parecía, con mis zapatos blancos, mis medias blancas, mi pantalón y camisa blancos, a un enanito blanco escapado de un cuento de ropas de colores de nunca acabar; valga después de todo que mi atuendo no era de saco de yute como otros. Claro que a la escuela, el Colegio La Salle, de religiosos dominicos, iba de uniforme reglamentario, pero al llegar a la casa tenía que bañarme, cambiarme y sentarme en una silla en el portal para ver con envidia  cómo mis amigos de pandilla saltaban y jugaban, al borriquito de quién está arriba, al abracado y a todos los juegos bruscos de varones.
    El castigo, digo, la promesa, debía culminar con una visita a la iglesia. Llegado el momento mi mamá me llevó temprano en la noche a la iglesia central del pueblo, la de Santa Catalina de Rizzis, que como en todos los pueblos construidos y planificados por los españoles estaba en el centro del parque principal o frente a una plaza. Cuando llegamos, entre los olores del incienso, mi madre se arrodilló frente al altar, casi en la entrada, a la izquierda, y me indicó que hiciera lo mismo. Un tremendo altar y ella en el medio con su cara bondadosa de madera a lo mejor miraba para otra parte me pareció a mí  la madre de Jesús de Nazaret. Mi madresacó de una cartera las doce velas que había prometido a la virgen a cambio de mi salvación, las puso en los vasitos que allí había para ese fin y comenzó a encenderlas una a una. El santo miraba muy serio todo lo que sucedía No apareció ninguna secretaria de la virgen para levantar acta del caso y mi madre continuo  encendiendo las velas. No sé por qué sería, tal vez era mi protesta por el inolvidable año pasado, que cada vez que ella encendía una vela, yo soplaba y la apagaba. Luego repitió la operación dos veces más, pero yo seguía haciendo lo mismo hasta que muy molesta dijo: ¡muchacho de mierda!, acompañando sus palabras con el único manotazo que de ella recibiera en vida. Salí corriendo y salí del recinto. Ya fuera del mismo, me llamaba, pero no volví a entrar. Resignada cumplió sin mí el resto del ritual.

    Ella tendría como 15 ó 16 años como yo. Su pelo era negro y su piel blanca rosada. Hacía poco tiempo se había mudado en mi barrio y desde el garaje de mi viejo se veía su casa, una construcción nueva y moderna en los terrenos del viejo Paví. La espiaba todos los días cuando su figura medianita, bien formada, pasaba por la acera de enfrente con su uniforme del colegio de monjas Teresiano. Nunca me miró. Un día en que yo estaba en el despacho de gasolina, se apareció con una botella solicitando el líquido. Torpemente se la llené, no recuerdo qué le dije, pero no me respondió nada, sólo pidió la gasolina. Me miré en sus ojos negros y escuché su voz dulce como música que acariciaba. Recuerdo que olía a lavanda, a violetas, a un qué sé yo…, todo en ella era agradable, pero también mucho de altanería. Nos separaba una diferencia de linaje: ella, de una familia adinerada, y yo sólo un aprendiz de mecánico. Después, por los azares de la vida, me fui al monte (alzado contra el gobierno de Batista) y cuando regresé a visitar mi barrio supe que ya no estaba allí, pero nunca la olvidé.
    La primera vez que salí del país rumbo a la antigua Unión Soviética hicimos por la madrugada, como a la una, una escala técnica en Rabat, Marruecos. El avión bajó los flaps y sentí la pequeña vibración que se produce al sacar el tren de aterrizaje. Miré por la ventanilla y vi la ciudad con sus edificios pintados de blanco, toda bañada por la luz de la luna. La nave, un IL 62, detuvo sus motores. Al bajar sentí una rara emoción, pues era una tierra extraña. Percibí en el rostro la agradable sensación del viento cálido de esta parte del África. Me encaminé a un pequeño salón alumbrado donde había una barra atendida por un evidente hijo del país. Un Carabelle, francés, aterrizaba en el aeropuerto, y mientras tomaba un refresco me puse a observar a los pasajeros que entraban en un local contiguo, separado por un grueso cristal. Entretenido estaba cuando ella se paró frente a mí con su hábito de religiosa. Me miró intensamente, con calmada emoción. También me quedé mirándola: vi el duelo de su rostro, pero no hizo ningún gesto ni vi sus labios moverse, sólo su cara linda. Sentí un intenso olor a agua de lavanda; pero para no asustarla, tampoco hice un movimiento. Percibí el tranquilo y triste fluir de su mirada. Todavía no sé si sus grandes ojos negros me veían o si me miraba sin verme, o si aquella criatura de la noche le recordó un fantasma de su niñez; tal vez me reconoció en aquella irreal madrugada. Estaba tranquila y triste, parecía que nadie había encontrado los rincones de su ternura y que no había sabido cómo formar un nido. Su mirada, de soslayo, la mostraba temerosa de que algo la hiriera. Llamaron para mi avión y ella se quedó allí, parada, viendo alejarse aquella visión fantasmal, y sin dejar de mirarla me despedí para siempre del bonito recuerdo de aquella querida muchacha que sacudió mi adolescencia en una noche de verano con luna.

Escándalo
    Mi novia era rubia y bonita. En ese entonces eso de las clases sociales era muy importante. Ella pertenecía a la clase media, aunque era de las pocas muchachas que trabajaban en mi pueblo. Lo hacía como oficinista en una firma comercial. Las mujeres sólo eran enfermeras o maestras, la mayoría se preparaba sólo para casarse. El tener varias hijas era una desgracia porque casarlas, como se decía, bien casadas, no resultaba fácil. No se trataba de  Salir del brazo de algún lugar para echar una firmita en el juzgado. Ella tenía varias hermanas, las Martínez eran una interminable colección de faldas que entre hermanas,  y primas y demás parentelas sumaban varios juegos de ropa interior, las habías rubias, morenas altas, bajitas, gordas,flacas, teñidas, histéricas, románticas,  bondadosas y risueñas. También un varón ya casado y con hijos. Al doblar de su casa existía un pequeño edificio recién construido por la viuda de un Senador de la República. De los cuatros departamentos de la segunda planta, uno lo había alquilado una pareja joven: ella alta, dueña de un magnífico cuerpo y una linda cara; él, había colgado los hábitos de la Orden de los Carmelitas y trabajaba en la Base Naval. Como todos los obreros, partía a tomar el tren de la estación de Caimanera a las cinco, todas las madrugadas, y yo, muy disciplinadamente, minutos después, me metía en el lado de la cama que él dejaba vacío.
    Una madrugada fue distinta. Apenas me acosté, sentimos que la llave se introdujo en la cerradura y no abrió por la cadena de seguridad que ella echaba. Nos erguimos un poco, atento el oído. Cuando el esposo llamó, ella dijo: ¡Rápido! Sólo atiné a salir al balconcito trasero de la casa y deslizarme como los bomberos sobre un tubo de una tendedera. Con la habilidad de mis 17 años me dejé caer en el patio inmenso que pertenecía a la farmacia de la esquina, separado sólo por una tapia del patio de la casa de mi novia. Me dirigí a la única y solitaria matita que había, que me daba escasamente a la cintura, me agaché y recé para hacerme el hombre invisible o Pulgarcito. Temblaba por dos cosas, el frío de la madrugada y por el escándalo que se iba a armar en el pueblo.
    El padre de mi novia me asesinaría y el gorila, por la fortaleza física del hermano, me estrangularía. Todos pensarían que era de la casa de ella de donde salía y yo moriría antes de decir la verdad, era mi honor. Creo que olvidé decir que la salida fue automática, no me dio tiempo a coger siguiera el calzoncillo. Me encontraba tal como mi madre me trajo al mundo, desnudito en pelota. Ya me imaginaba las diferentes versiones: La policía: "Sorprendido in fraganti y detenido joven malhechor sin antecedentes penales conocido por Papi, al parecer un maniático sexual que enseñaba los genitales a las mujeres" (había un tipo que se exhibía desnudo y no podían cogerlo porque se embarraba de grasa). Manolo Borgellá, cronista social del periódico “La Voz del Pueblo”, entre los anuncios de bodas, bautizos y primera comunión, escribiría: Lamentablemente el primogénito del comerciante y vicepresidente de la Asociación de comerciantes de nuestra ciudad, nuestro muy amado amigo personal y siempre bien ponderado Don Alberto de Jesús Ball y Salomón y su queridísima esposa Doña Ana Zenaida Galano y Estopiñan de Ball se han visto en la necesidad de recluir a su primogénito en una clínica de salud mental, tao, tao, tao”. Mis amigos dirían: "Vaya, se lo advertimos (nadie sabía nada), cayó de manso". La gente: "Vaya con la chiquita, lo metía en su cuarto, seguro que los padres lo sabían y eso que son tan finos". Las viejas del barrio: "Vaya con la mosquita muerta". El negrito voceador del periódico: "Mira como lo cogieron, se paseaba desnudo el muy sinvergüenza". Me juré que más nunca haría una cosa como esta.
    En eso, veo que sale al balcón de la segunda planta del edificio la hermana del farmacéutico con sus perritos de agua franceses a que hicieran pipi. Los perritos empiezan a mirarme, a gruñir y a ladrarme; Doña Angustia, la que pertenecía a  la congregación de las menopaúsicas damas, una cooperativas de achaques. Angustia, que así la llamaban, miraba fijo para donde yo estaba agachado. Yo pensé: a lo mejor Dios no estaba tan ocupado, oyó mis ruegos y esto es una bicoca, una bobería para él y me hizo invisible, Pulgarcito no, pues todo seguía del mismo tamaño, pero la vieja mandó a callar a los perritos y se adentró en la casa, seguro fue a buscar los espejuelos.
    Ya era casi claro y la gente se levantaba en las casas, en la de mi novia y en la de los vecinos. Sentí el ruido de algo que cayó, aquí no había matas de mango. Al mirar vi a mi ángel protector en bata de casa azul, una gran aureola en su linda cabeza y grandes alas doradas. Lanzó mi bultito de ropa, con una mirada de sabor a mermelada de guayaba. Ponérmelo y saltar el tablado fue cuestión de un segundo. Ya del otro lado de la cerca, camino a mi casa, pensé a qué hora mañana se marcharía el marido y también no olvidar la media Casino, negra, que no era mía y recuperar una de cuadros, roja y blanca, que me gustaba mucho. Tuve cuidado de no levantar el pantalón para que nadie me viera las medias. Eran diferentes.

La Luisa del Plató
    Una neblinosa y fría mañana, como de costumbre, bien temprano, nos fuimos para la mina. Con 17 años me había ido a trabajar de chofer de una zapa (Dodge). Era roja y a todo lo ancho tenía el nombre de la empresa en letras negras. A cargo de todo en la mina estaba Armando, padre de mi amigo Ulises. Éste era una especie de comisionista de minas, buscaba mineral de manganeso y quien pusiera el dinero para él explotarla. Donde trabajábamos ahora, La Luisa del Plató, era un minúsculo caserío de 5-6 casas dispersa entre las depresiones del terreno, un lugar bastante intrincado, un hueco con una vegetación lujuriante.
    Era una mina muy chiquita. Trabajaban dos o tres españoles, José el gallego, un curro que era del cará, un vizcaíno, un pichón de haitiano y dos o tres cubanos, entre éstos, Armando, que era el superintendente. Fur, que era ingeniero, trabajaba eventualmente igual que yo. A veces había más cubanos.
    La compañía tenía el pomposo nombre de Cia. de Minas y Minerales Miramar S.A.. Por lo regular se hacían galerías y se seguía la veta. José, el capataz gallego, entregaba las herramientas, picos, palas, lámparas de carburo, las que sacaba de una gran caja de madera hecha para esto. Esa mañana el frío era tremendo. Sólo de tocar el hierro del lavadero de mineral dolían los dedos de las manos. El vizcaíno trabajaba en una galería abandonada. El resultado total de la minita era pobre, no habíamos encontrado la veta grande, las que aparecían eran chiquiticas, iban reduciéndose hasta que ya no se hacían costeables por la profundidad. Armando era ya una persona anciana, los inversionistas eran de apellido Soler, españoles, dueños de un gran almacén de café en la ciudad. Yo ganaba dos pesos diarios, manejaba y en ocasiones operaba el lavadero. Me descontaban 50 centavos por la comida, que por lo regular consistía en latas de frijoles que el mismo Armando calentaba por las tardes en el pequeño bohío que compartíamos fuera de la mina. Él comía poco y yo hacía poesías. Nuestros vecinos eran una jabá bajita y gorda, Lucia, y su esposo, que nos mandaban el desayuno y el almuerzo a la mina. Siempre el desayuno era un pan de maíz y una botella con café con leche. Hacía poco que ella había parido y una madrugada acostó a la criatura entre ellos, la aplastaron sin querer y murió. Esto los apenó mucho, a pesar de que tenían varios hijos.
    Una tarde se apareció un campesino alto y flaco, de color cetrino, para que alguien fuera a inyectar a su niña. Armando me explicó cómo poner una inyección y emprendí la marcha acompañado del hombre. El lugar era lejos, por un trillo difícil, bajando y subiendo lomas. Como a la hora llegamos a la casa que resultó una vara en tierra llena de muchachitos y una mujer, también incolora. La niña enferma tenía como siete años, lo hice lo mejor que pude en aquellas nalgas flaquitas. Después venía todas las tardes para ayudar a esta pobre criatura. Un día no fue como todos los demás. Sentí un pequeño cólico, era temprano, allí no teníamos un lugar específico para hacer las necesidades fisiológicas, siempre nos alejábamos de los lugares de trabajo. Me aparté un poco, me encaramé por el lomo de una palma real caída, caminé como en una cuerda floja hasta su centro, estaba alta, y me bajé los pantalones. Al agacharme miré hacia atrás, me llamó la atención un mal olor que no podía ser mío. Me quedé mirando con atención entre la bruma de la neblina un bulto prieto a mi espalda, en lo bajo, hasta que me dije: "¡Coño, eso es un muerto!" Me subí los pantalones y con calma me encaminé a ver a Armando, le comuniqué: "Oiga, allá atrás hay un muerto". Él en ocasiones no oía bien. "¿Cómo dices? ", "¡Que hay un muerto!”. Volvimos al lugar y efectivamente era el cadáver de un hombre bajito blanco, tenía a su lado un jolonguito, ya la cara la tenía negra e irreconocible. Armando me envió a dar cuenta al puesto de la Guardia Rural del central Soledad, que estaba a dos horas de camino. Al llegar al cuartelito de madera gris le comuniqué al soldado de la entrada que quería dar cuenta del hallazgo de un cadáver. Me preguntó quién yo era, le dije: "yo soy de la Compañía de Minas Miramar S.A. " El trato del soldado y el sargento Navas, que era el jefe del puesto, era deshaciéndose en amabilidades conmigo hasta que me sentí molesto, pues me confundieron con un jefe. Cuando se enteraron de que era sólo un chofer el cambio fue brusco, me mandaron a sentar en un banco de madera y a esperar a la pareja que me iba a acompañar. Este resultó un indio joven muy alto, de complexión fuerte, que le apodaban Mano Negra (vaya usted a saber por qué); el tipo, junto con su número, el soldado acompañante, se sentó junto a mí en el carro y emprendimos la ruta loma arriba. Después de una marcha bajo un aguacero torrencial llegamos al lugar donde estaba el cadáver. Miraron al muerto e hicieron algunas preguntas. Salieron en busca de Toñé, un pichón de haitiano que trabajaba en la mina, lo llevaron para un lugar apartado y le dieron varios golpes. Nunca pude entender por qué hicieron eso, continuaron las investigaciones. Nadie había visto al muerto, ni lo conocían, ni siquiera yo  me libré de las preguntas. Por la noche uno de los rurales, el indio, acampó cerca del cadáver rodeado por casi todos los jovencitos curiosos que vivían por allí. Pasamos la noche como en un velorio, haciendo cuentos alrededor de una fogata con unos traguitos de aguardiente de caña, cuentos de muertos y cómo se hacía uno guardia rural, aspiración de todos los jóvenes campesinos de la época.  Al otro día llegó el forense, determinó que la muerte al parecer había sido por un golpe en la cabeza, ordenaron su levantamiento y esto fue todo.
    Pasado el tiempo, cuando fui Jefe de la Policía Rural de la Plaza de Guantánamo, siendo ya capitán del Ejército Rebelde, pasé por la zona y visité la casa de Toñé. Después de un buen trago de café carretero y de una pequeña conversación, hice un aparte con él, le puse la mano en el hombro y le pregunté por fastidiar: ¿Oye, negro, tú mataste el tipo aquél? Me miró a los ojos fijamente, meditó un instante y me dijo: sí, era un ladrón. Mi hermano y yo sentimos un ruido en el gallinero por la madrugada y sorprendimos a ese hombre, que era un caminante, robando, le dimos con un palo en la cabeza. Lo matamos sin querer y por miedo lo tiramos cerca de la mina.

   Y en este recóndito lugar, La Luisa del Plató, las tardes transcurrían una a una sin nada que las rompiera, sólo el canto de los pájaros y los grillos, había una calma chicha sólo rota por la voz de Leoncio que gritaba: “¡Zapatero!, ¡carajo, es pollona!” y el gallego Ángel que decía, con su acento peculiar: “¡Hombre, estoy jugando contra tres! El dominó era el único entretenimiento después de terminar el trabajo en la mina. ¡Mujeres! vaya, ni hablar, las que había estaban casadas o eran muy feas. Realmente no las había ni feas. Había muy pocas casas.
    Una de estas aburridas tardes sentimos una bulla inusual. Era una carreta tirada por bueyes y un hombre que vociferaba, por una bocina: ¡Vecinos, esta tarde acude a la gran función, películas y otras atracciones, trae tu asiento, sólo cinco centavos la entrada, no faltes! Se trataba de un circo o teatro campesino de variedades. Se rompió el aburrimiento de las noches. Al lado de la tienda armaron una pequeña carpa cosida y recosida por doquier. El dueño, un campesino joven, bien trigueño y pequeño, siguió pregonando la función de la noche poniéndola por las nubes. Al oscurecer, después del baño y la lata de frijoles calentada, pagué los cinco centavos de entrada y ocupé un lugar. Había de 10 a 12 sillas, cajas y cualquier cosa que sirviese para sentarse. Los vecinos habían traído sus asientos como decía el pregón.
    En el medio de la carpita había una inmensa cámara negra de pasar películas, muy antigua, de manigueta, el hombre comenzó a darle vuelta y aparecieron, en la sábana que servía de telón, unos noticieros y unas películas de Charlot, del cine mudo, que él narraba emitiendo todos los sonidos que la película no tenía. Mientras hacía el cambio de rollo, para entretener al público, salían dos mellizas de alrededor de siete años, muy maquilladas, hijas del dueño, vestidas pobremente de bailarinas, que bailaban y cantaban canciones mexicanas de moda. Como segunda atracción habían hecho al lado de la carpa un pequeño cuarto sin techo, con sacos de yute colgados lateralmente y en el centro una colombina chica sin colchón, sólo con unos sacos. En ella se había tendido una mujer de edad indefinida, delgada, de facciones campesinas, pintorreteada, que con los muslos abiertos recibía a los mocetones del lugar que habían formado una pequeña cola, a razón de 20 centavos. Al parecer conocía el oficio pues los iba despachado uno a uno. Salían rápidamente subiéndose el pantalón y abrochándose la portañuela. Bum, bum, tan, tan, el narrador de la película tiraba tiros, emitía ruidos con la boca, bum, bum, tan, tan. Las mellizas entonaban “de piedra ha de ser la cama, de piedra la cabecera...” La mujer flaca de la colombina, con su cara pintorreteada, miraba indiferentemente la luna mientras un nuevo mocetón se echaba encima de ella.

    Mi mujer es bayamesa, de una conocida familia de la ciudad y, por lo tanto, cuenta con muchas amistades. Un día me presentó una de éstas, que no vivía lejos de la casa de mi suegra, con quien vivíamos en esa época cuando me encontraba destacado en Guisa. Alguien comento una anécdota sobre el discurso de un viejo camaján que decía, amigos el general Menocal gobernara al país con  el general beneplácito, y un guataca del publico comenzó a gritar, ¡viva el general beneplácito!, ¡viva el general beneplácito¡ Pues resulta que habían traído unos casetes de cuentos de Álvarez Guedes, artista que abandonó el país en los primeros años. Había uno muy simpático: contaba que en la ciudad de Bayamo un político, muy conocido, en ocasión de un mitin subió a la tribuna y dijo: “¡Pueblo de Bayamo! Todos ustedes sabían que yo hasta ayer era auténtico, y hoy soy liberal y saben ustedes por qué”. Desde el público se escuchó una voz que dijo: “porque te vendiste, hijo de puta”.
    Bueno... una tarde dominical, en ocasión de hacerle una visita a María de Lourdes, que así se llamaba la amiga de mi esposa, yo hago este cuento. Noté que Ana, mi mujer, me abría un poco más los ojos de lo que regularmente lo hace. Termino el cuento y nadie se ríe, como yo esperaba, ni siquiera Ana, por solidaridad. Pensé: bueno, no les gustó. Cuando regresábamos a casa, le digo a Ana: ¿qué señas me estabas haciendo? ¿Por qué nadie se rió? ¿No les gustó el cuento? y me dice: "No, sencillamente es que María de Lourdes es la hija del político del cuento".

Los programas de  la radio
  Por acá siempre dieron muy buenos programas en la radio, al menos eso me parecía a mí con 11 ó 12 años: los musicales, los había de danzón, de música española, mexicana, latinoamericana, campesina, que siempre eran al amanecer, otros programas como, el Buzón Clavelito, que de cantor de décima campesinas devino en una especie de espiritista o brujo de la radio, daba consejos, resolvía las desgracias de las gentes, había que poner cuando el cantaba las décimas espiritistas dos vasos de agua encima del  radio para que él la magnetizara o si ibas al programa  con una linternita alumbraba la botella y resolvías tu problema, su tema: Pon tu pensamiento en mí y la mano sobre el radio, y verás que en este momento mi fuerza de pensamiento ejerce el bien sobre ti. La gente lo parodió: Pon tu pensamiento en mí y la mano sobre el radio y tú verás como a Olegario le crece otra vez el pipi. Olegario fue el triste caso de una mujer que le cortó el pene a alguien, algo muy comentado en el país.
   De la crónica roja el programa Dentro del Suceso, programa morboso, la tonada era La Guantanamera, la cantaban con la música que conocemos y narraba las puñaladas o los tiros que se daba la gente por líos de amores u odios, de cualquier tipo, hechos de sangre, extraídos de las páginas amarillas de los periódicos, la verdad es que eran todas blancas.
    Los programas cómicos, Pototo y Filomeno, Chicharito y Sopeira, El gallego y el negrito del Teatro Bufo, Tres Patines. El Derecho de Nacer, que según dicen fue el nacimiento del folletín radial, por esta novela al nacer mi hermana le pusieron el nombre de la heroína, María Elena, no sé en el país cuántas resultaron agraciadas con el nombrecito.
    Los programas nocturnos, después del plato nacional de cada casa que podían comer: sopa de garbanzos y el consabido arroz blanco con el cocido y tal vez plátano maduro frito. Bueno, aquí comenzaba el programa de aparecidos, de personas muertas, programas de miedo, muertos que volvían a veces por puro gusto, sin una razón, la presentación le erizaba los pelos a uno, el tema era un lamento, un quejido quejumbroso, lánguido y lastimoso, cantíos triples de gallos, graznidos de lechuza, lastimeros aullidos de perro, el fatídico martes 13 y empezaba la historia. Por ejemplo, un camionero por la carretera central, por la noche, con un poco de neblina (siempre o había neblina o la noche era muy oscura, hay que tener en cuenta el ambiente), había que dar un toque climático, no podía ser un día otoñal, sino mucha oscuridad, en medio del tronar de relámpagos amenazadores, pasos chapoteantes, toques fuertes en la puerta, también efectos sonoros; bueno, volvamos al programa del camionero, lo para una bonita muchacha, vestida de blanco, color preferido de todos los fantasmas mujeres, y maquillada al parecer para que no se le notara la palidez cadavérica, supongo yo. En la conversación que sostienen ella le cuenta que viene de una fiesta, él queda prendado de la belleza de la muchacha, ella lo invita a que la visite a su regreso, él, deseoso de volverla a ver al otro día paró en el lugar donde la dejó y se percata de que es un pequeño cementerio. Al indagar sobre la joven le informan que ella murió hace diez años al regresar de una fiesta y le indican dónde está su tumba; el atribulado hombre fue al lugar, que tenía una foto de la muchacha y era la misma que él había recogido la noche anterior, aquí solo le quedaba el consuelo de jugar muerto en la charada.
    Las aventuras de Tamacún, el vengador errante, otro héroe con su canción Tamacún, vengador errante, príncipe valiente y seductor, también hablaba como los moros con acento polaco. Asimismo daban un policiaco, el Espirit, este vivía en una tumba simulada, realmente era un confortable lugar, junto a Ébano, su negrito ayudante; el héroe no era un fantasma, era un detective, sólo actuaba de noche, usaba un sombrero de detective, con la visera del ala baja delante de los ojos, como todo buen detective, además de un antifaz, solo en los ojos. Su tema al comenzar el episodio era una melodía silbada, se suponía que él iba silbando cuando caminaba en la penumbra de las noches. Las aventuras de Mandraque el Mago, que era una especie de detective, pero en este caso era mago, burlaba a los malos con magia y Lotario, su ayudante negrito. El detective Chan Li Po, que hablaba, como el chino que vendía turrones por mi casa.
    En el horario del medio día daban a Tarzán, el hombre mono, que comenzaba con su grito característico EEEEeeeeiiiiiiiiiiiiieeeeee. Esto fue un alarde técnico en el 1932, el grito se hizo en una mezcladora de sonidos con la voz de Weissmuller, la de una soprano, ladridos de un perro, el grito de un mono y varios ingredientes más de este tipo. A pesar de las películas de este personaje con diferentes actores norteamericanos, en la mente infantil prevalecía la imagen de Johnny Weissmuller, este austriaco de nacimiento, devenido estadounidense, campeón de natación; actuaba Waly, su negrito ayudante, Chita, la monita, Boy, el hijo y Juana, este nombre porque en inglés era Jane. ¡Ah’!, eran tres Los Tres Villalobos, eran los tres y ninguno era bobo, este era el tema musical, eran tres hermanos: Miguelón, Rodolfo y Machito, una aventura de cowboy, de vaqueros; las aventuras de Sakiri el Malayo, que era el más malo de todos los malos, en una palabra más malo que chaca chaca, no sé de dónde salió la frase, pero es ya lo último de lo malo; también este personaje hablaba una especie de español con acento jerosolimitano y chino.
    El estelar Leonardo Moncada, lo escribía el humorista  Enrique Núñez Rodríguez que creó el más popular entre la grey infantil, con Bejuco, uno de los personajes. Un día como los demás lo oía con el oído pegado al radio para no perder detalle, la novia de Moncada, no recuerdo el nombre, claro que no era Cuca ni María, porque estos no eran nombres de heroínas, estaba en poder del malo, que hablaba el español como los chinos, ligado con turco y mongol, al escaparse la muchacha se cae por un precipicio pero logra sujetarse a una ramita. Campeón, que era el perro de Moncada, ve la escena, ella mira hacia arriba y ve la cabeza del perro y le dice: "Campeón, avísale a Moncada". El animal sale a toda carrera para donde se encuentra Moncada con Pedrito, su ayudante, que no era negrito de milagro. Al llegar el perro comienza a ladrar como hacen todos los perros inteligentes, jau, jau,jau, con insistencia, Pedrito le dice: “Leonardo, que era el nombre de Moncada, Campeón quiere decirnos algo”. El perro continuaba jau,jau,jau, los oyentes infantiles excitados al máximo, Pedrito le dice a Campeón: “habla, qué sucede”, y entonces en el éter de la radio una voz cavernosa como la de aquel perro guantanamero, dijo: ”Moncada, fulanita está en peligro’’. En esto se escucha la voz de Pedrito que le dice solemnemente: ‘’Moncada, Campeón ha hablado’’. En lo que a mi respecta, fue el colmo, sencillamente apagué el radio y no volví a mencionar el asunto hasta el día de hoy.

La prostituta coja
    Pelirroja, pecosa, de tacón alto, orgullosa, altanería de 19 años que paseaba por todo el barrio, ni fea ni bonita, lo más, aceptable, tamaño mediano de mujer criolla, cuerpo de esos que llaman de gacela, muy espigada, sin llegar a beldad, en conjunto, no estaba mal, maquillada y bien pintada se ponía atractiva. A pesar de las pecas, se pintaba un gran lunar en el pómulo izquierdo, ojos de mirada clara, solo que le faltaba un pedacito del pie hacia arriba hasta la rodilla, el resto era utilizable. Era renga. Cómo devino en la vida fácil, un desengaño amoroso, dinero, aunque pensándolo bien, eso de fácil, fácil, no debe serlo: echarse día tras día encima tipos con perfumes baratos, sudores diferentes ,borrachos, sujetos trasnochadores; unos tíos limpios, los más, sucios, mal humorados, contentos, mal hablados, simpáticos, antipáticos, feos y buenos mozos, lo malo eran los viejos, lascivos que tan solo tenían quejas a los que tenía que oírles historias larguísimas y lo peor el olor a viejo, mostrando ella la eterna sonrisa aprendida de la muchacha del anuncio, un cartel de la pasta dental Colgate, al ofrecer la palangana de esmalte blanco, rindiéndole de rodillas pleitesía al baño del dios pagano masculino de entre piernas.
    Al terminar la faena de cada día, de verdad creerse que con una ducha caliente se esfumaba aquella sucia jornada, había que tener buena voluntad e imaginación, pero en aquella sociedad nacer mujer era una desgracia, solo se le ofrecía ser sirvienta, mesera de un café, lavandera, enfermera, costurera (ella no tenía actitudes de estos), amante de alguien, o el de prostituta que, aparentemente, era más libre. El oficio más viejo de la tierra, además se lleva encima el instrumento de trabajo, no se quitaba el ajustador ni permitía besos en sus labios, con su pata de palo hacía conquistas como si fuera su figura la veterana de alguna guerra, solo le hacía falta el flautín. Era patriota, solo se ocupaba con cubanos, estaba en el grupo de las independiente, no trabajaba en burdel o lupanar, no tenía chulo conocido, se paseaba con sus muletas y levantaba los clientes en una esquina cerca de la casa de la manquita bonita que estudiaba en el Instituto; no eran amigas, pero cuando nadie las miraba se hacían un leve y tímido saludo solidario con las manos. Concluía el negocio en un cuarto alquilado que no era donde vivía, de sus dos muletas de madera colgaba el cuerpo apoyando en el único pie, el que calzaba con un zapato blanco de tacón muy alto, se balanceaba y así lograba el desplazamiento.
    Tal vez la buscaban para satisfacer un capricho morboso, un sortilegio, romper algún conjuro, una ofrenda a alguna deidad coja, darse una limpieza, no sé, pues prostitutas negras sobraban o la curiosidad de ver cómo resultaba. Yo siempre tuve miedo de la gente con muleta, decían que los cojos eran malos, además tenían un olor especial, olían a muleta.
Su nombre no lo recuerdo, solo la puta paticoja.

Rosita
    Rosita es rubia, su pelo es muy bonito, no lacio, lo tiene crespo, lo acomoda como ella quiere, tiene los ojos claros y mirada dulce, su piel casi rosada, apacible y amable, estatura mediana un poco más baja que la mía. Vivimos enfrente, solo hay que pasar el parque, mucha gente piensa que somos novios, en realidad somos buenos amigos, solo tenemos nueve o diez años. Yo le cuento mis cosas, es mi paño de lágrimas incondicional, y ella me dice que tiene sueños en colores. Todas las noches cruzo el parque y visito su casa religiosamente, menos el jueves, cuando hay tanda de caballeros a diez centavos en el cine Actualidades.
    Rosita tiene una hermana menor que se llama Muci, no es tan bonita y tiene los senos muy grandes, esto la acompleja. Malú es prima de ambas por parte de madre, parece una negra por la piel, que es bien trigueña, su pelo es lacio y negro como la noche, delgada; su padre es andaluz, a los que llaman curros, es prieto, parece un gitano, tiene una pequeña finca en la carretera que va a Boquerón. Pepilla, la madre de Rosita, es gorda y Arturo, el padre, es delgadísimo, él despacha el hielo en la planta. Cuando yo voy a comprar los cinco centavos para el almuerzo me da un pedazo más grande que a los demás.
    Cuando Rosita cumplió los 14 años se enamoró de mi amigo Rafael y yo de Malú, las invitamos a ver la película del cine Campoamor. Malú, en la esquina del parque, con un gesto coqueto y una mirada de picardía de sus negros ojos, abrió su carterita y me enseñó que llevaba un creyón de labios, yo no la entendí muy bien, nos sentamos en el cine donde lo hacen las parejas de enamorados, en los costados, lejos del centro, nos besamos no sé cuántas veces, hasta que ya nos dolían los labios, fue la primera muchacha que besaba.
     Pepilla quiere que Rosa María, como ella la llama, se case bien casada, lo que quiere decir, con alguien con posibilidades económicas, cosa natural en aquella época. Rafael es hijo de un opulento propietario de fincas. Aunque la madre me quiere mucho, yo no estoy en sus cálculos; además, yo la quiero de otra manera.  El noviazgo duró poco, nuestras casas quedan en el paso de los marines norteamericanos que llegan y se van por la estación de ferrocarril que va hasta Caimanera, pasan casi a diario. Rosita, su hermana y la prima siempre están tomando el aire en la acera de su casa, al lado está el Café Bar de mi amigo Wiston, que está casado con Nana y es hijo de un marinero americano aplatanado. El día que velaban al padre en ese mismo lugar, antes de hacer el Café Bar, hubo un temblor de tierra y la caja cayó al suelo.
    Parece que los ojos de Rosita flecharon a un marino jovencito, él es muy formal y educado, ella me lo presentó como su novia pedida, él no entiende nada de español y ella nada del inglés, pero se entienden por gestos. Yo ya no voy tanto a la casa de ellos, tengo otras preocupaciones. Malú, para no quedarse atrás, tiene relaciones con un marino puertorriqueño, en esa época había muchos en la Navy. Marta, madre de Pepilla, la abuela de ambas, es puertorriqueña.
    El noviazgo es formal y largo, él cumple su período de servicio militar, el país está en plena lucha contra Batista. Me siento, ¿estaré bajo de una experiencia de comunicación extrasensorial? ¿Le habrá sucedido algo a Rosita? Toda la noche he estado soñando con ella, por tres veces desperté y cuando dormía volvía el mismo sueño insistentemente. Tal vez esa noche ella soñaba con su amigo de la niñez y se produjo el fenómeno de la telepatía, todo el día he pensado también en ella. En el 58 ella se casó con el marino y se fue a vivir a los Estados Unidos, luego recibí las fotos de dos gringuitos que parió, rubios, de ojos azules, yo soy padrino de uno de ellos por algo que llaman poder, los tengo a todos, los niños y los padres, en un viejo álbum. Es raro, no había pensado en ella por mucho tiempo hasta esta noche, no ha envejecido en mi recuerdo, ni me la imagino abuela o vieja, no he vuelto a saber de ella, solo una vez vino de visita, lo recuerdo como una bruma, no estoy seguro si fue real o un sueño, si la vi o no, creo que fui a verla en los turbulentos primeros días del 59, al parecer el contacto fue muy rápido, no dejó huellas. Supe que se llevó a los padres, a Malú y Muci, creo que no les fue muy bien a estas últimas. Rosita se fue a vivir a un estado lejano y frío, seguro ya nadie le llamará Rosita, quizás ahora sueñe y piense en inglés y tan solo sea Rose Mary.

Los pobres
    Yo creía que había algo que no andaba muy bien en el mundo, unos comían y otros, no, pero no sabía por qué. Algo me angustiaba, no tenía claras algunas definiciones teóricas de orden político y social, comenzaba el aprendizaje de la vida y sus injusticias, sentía la necesidad de revertir el orden de un mundo conformado por los intereses de los más fuertes, aunque todavía en esa época estaba del lado de los vaqueros (más tarde pasé al lado de los indios definitivamente), era muy observador.
    Casi siempre me iba, al llegar de la escuela, a la orilla del río Guaso, cerca de la estación del ferrocarril de Caimanera de la Guantánamo Sugar. Cursaba el tercer o cuarto grado de primaria en un colegio donde la directora era norteamericana. Allí, debajo de un garaje donde guardaban las chispitas, esos pequeños carros de línea, había un sótano grande que daba al río, y en un barracón sin paredes vivía una cantidad considerable de indigentes o limosneros, que cocinaban en una lata negrísima colocada sobre piedras, parecía una corte de los milagros criolla, habían personajes trágicos otros alegres dentro de una dulce locura.
    Allí vivía una loca, creo que haitiana, a quien los muchachos gritaban “Cocorioco”, siempre llevaba puesto un sombrero de fieltro marrón, de hombre. Había otros huéspedes del sótano que me llamaban la atención como Juan, el barbero, de mediana estatura, con su traje y sombrero completamente raídos, sus bultos (jolongos) llenos de no sé qué, nunca hablaba con nadie, ni causaba molestia alguna, decían que era una persona culta, llevaba una barba amarilla, muy larga, que le daba un aire de patriarca antiguo y con una mirada muy triste; uno alto de ojos azules, ya viejo, que cantaba con una bocina “con Batista se come caliente y con Prío se come frío”, le decían ’’Son’’.
    Todos los sábados, que era el día de dar limosna, mi padre compraba un cartucho inmenso de galletas de agua -- así se llamaban -- y yo las iba entregando a la gente que acudía a pedir en el despacho de gasolina que poseíamos. Nunca, a pesar de que deseos no faltaron, me comía alguna por el destino que tenían.
    Entre los personajes del pueblo había un viejito al que le decían “Tojosa” y el día que nadie se lo decía se paraba en la esquina del Instituto y le decía a los muchachos: “No me digan Tojosa”, con el fin de que se lo dijeran; otro, un viejito chiquitico con un sombrero alón, a quien le decían “Aguacero”, siempre estaba en la estación de la Policía, haciéndoles recados, decían que fue del cuerpo, cuando joven.
    Había vendedores -- unos gritones como el que todas las mañanas salía con una carretilla de viandas, gritando a viva voz: “una lata de boniato vale un medio”, “un saco de plátanos vale un medio” – el decía que todo valía un medio, pero a la hora de despachar no daba todo lo que ofrecía; el vendedor de maní garrapiñado; el de duro fríos, que se ponía unos cajoncitos delante (hasta que aparecieron los carritos Guarina con el sonido de los cascabeles); el de tamales que gritaba “Picaaaaaaan, picaaaaaaaan y no pican“ en dos latas con brasas de carbones que los mantenía calientes.
    Otros callados, como un chino viejo, muy alto, con un pandero en la cabeza que vendía pasteles (la gente decía que estaba tuberculoso, pero le compraban por lo buena gente que era este hombre de edad indefinida); los vendedores de yemitas; Rómulo, hijo de un judío relojero, el de los turrones coquitos; Amalia la loca que se ponía una corona de papel en la cabeza, muchas flores en el pelo y un revólver de juguete en la cintura y un escudo, siempre vestida estrafalariamente, había sido maestra o algo por el estilo; un gallego viejo que cantaba mexicano en la plaza; a otro que le decían el hombre orquesta, era un viejito que usaba un sombrero de pajilla y un aparato de su invención –un cajón que tenía casi todos los instrumentos musicales-, que se ponía en los bares a acompañar a los traganíqueles, aunque sin nada de ritmo, para ganarse algunos centavos; un hombre que vivía de coger baches en la carretera de Santiago de Cuba, de Songo en adelante, día a día, y mientras cogía los hoyos extendía el sombrero al paso de los vehículos para que le echaran algunos unos centavos.
    De aquella época recuerdo a una anciana indigente - muy alta- siempre vestida con un paño azul, extranjera (árabe), que estaba loca. Tenía una niña de mi edad, la cual se agachaba en pleno parque, frente a mi casa, para hacer sus necesidades, yo volvía la vista para no verla por la pena. Dejé de ver a la niña y al preguntar por ella me dijeron que había muerto.
    A mí aquella gente me llenaba de curiosidad y lástima al mismo tiempo, y veía que el mundo estaba dividido en pobres y ricos, además de los muy ricos.
    Otra cosa que me golpeó en esa época y me lastimaba era que a mi casa iban niños de mi edad con unas latitas a pedir las sobras de las comidas, uno de los espectáculos más deprimentes que he conocido. Sólo para que esto no vuelva a ocurrir, esta sola cosa,  vale la pena haber hecho la Revolución.

    Es bellísima la región de Baracoa, una vegetación de un verde intenso y lujuriante, más que en otros lugares de la isla, frutas jugosas y dulces: piñas, naranjas, zapotes, nísperos, mamones de manteca, caimitos de Cartagena, marañones, cocos, guineos, el mapén, que solo florecen allí y en algunos lugares del norte del archipiélago; caminos que serpentean en las verdes montañas, loma arriba y que a veces se adentran en el mar caprichosamente, ríos que corren hacia las costas con sus aguas frías y cristalinas; unos dulces que sólo la gente de allí conoce: frangollos, semillas de marañón tostadas, pétalos de rosa en dulce, cucuruchos y, como diría un suramericano, lo mejor, unas gentes muy lindas, una emigración de la vecina isla de Santo Domingo y de otras partes de Europa. Esta mezcla dio mujeres bonitas y en buen cubano, buenas hembras, blancas de piel y también muy trigueñas, de pelo como las indias y de ojos muy claros, azules, verdes, era raro encontrar ojos negros.
    En esta maravillosa zona conocí a Sandra, una muchacha de Guajimero. Vivía en lo alto de una loma donde solo se llegaba a pie, por un sendero empinado entre las plantas de cacao, cafetos y los árboles de sombra propios para este cultivo. Yo dejaba el jeep en una de las casas de abajo y emprendía la marcha de unos 15 ó 20 minutos loma arriba, al buen ritmo de mis piernas de casi 18 abriles. A estas buenas personas las conocí por mediación del dueño del jeep que yo manejaba anteriormente, pues éste había sido marido de la hermana mayor de ella, que emigró a Guantánamo en busca de oportunidades de trabajo y lo había encontrado en un bar. Por su presencia bajita, pero bien formada y la ayuda de este hombre, había sobrevivido, ellos se habían dejado, pero yo seguía frecuentando a la familia. El padre de Sandra era un gallego chiquitico, flaquito y mal hablado, como todos los españoles que conocía y la madre, una mujer típica de nuestros campos, acostumbrada al trabajo rudo. Le parió al viejo dos hembras, la mayor fea, bajita y delgada; pero Sandra, la menor, era una real hembra, tenía la hermosura y la lozanía de las mujeres de la región de Galicia, piernas gruesas, pelo muy negro, piel rosada y unos ojos de color de chocolate muy habladores, bonita figura y muy trabajadora, debía estar entre los 16 ó 17 años. La única cosa que desentonaba en aquella linda criatura era los tayuyitos que fumaba, o sea, pequeños tabacos caseros.
    Yo era chofer de alquiler y tenía un jeep de mi padre que recorría la ruta Guantánamo –Jauco. Este era un lugar bastante cerca de la punta de Maisí por toda la costa sur de la antigua provincia de Oriente. La distancia a recorrer era larga. Después de San Antonio del Sur el camino era una planicie sobre los acantilados o farallones, casi encima de un mar profundo hasta la orilla e intensamente azul, con olas furiosas, constante brisa, olor a pescado fresco y una vegetación en serpentina típica de la costa. Antes había que atravesar un incipiente poblado de pescadores llamado Tortuguilla que ya se convertía en lugar de veraneo de los ricos del pueblo, por los apellidos ilustres de los dueños de las casa que se construían, después San Antonio, Imías y Playitas de Cajobabo, lugar del desembarco de Martí, se dejaba a un lado la loma de La Farola a la izquierda, y se continuaba por toda la orilla del mar, como cuatro horas de marcha.
    Este recorrido no era rentable para el negocio, pero yo, por ver la muchacha lo hacía. En ocasiones iba a un tipo de fiesta que llamaban altares, donde se hacían dos coros que improvisaban décimas, yo hacía como que tocaba la marímbula criolla, que consistía en un cajón de resonancia con unos flejes de latón para sellar bultos, sonaba como un bajo. Una noche, uno de los coros canto: “El presidente trigueño le mandó a decir a los cubanos que si no tenían caballos que montaran un isleño”. En el otro grupo había un isleño, éste se paró como un resorte y cantó: “Yo me llamo monta en mí, pero en mí no monta nadie y el que quiera montar en mí, yo me cago en la puta de su madre”, ni qué decir cómo terminó aquello.
    En una oportunidad la hermana, que vivía en Guantánamo, me pidió que la llevara a ver a sus padres y así lo hice. En agradecimiento los viejos no sabían cómo atenderme cada vez que yo llegaba a su casa, independientemente que los campesinos de aquellas zonas eran muy hospitalarios y nobles por naturaleza, tal vez por ser una región casi incomunicada. En una de estas visitas me invitaron a comer un plato muy especial de la aldea del viejo. Yo pensé: “en una buena fabada, caldo gallego o garbanzos”, en fin, cualquier plato de la cocina gallega. Por los olores de la cocina no sabía de qué se trataba, el olor era fuerte, algo familiar, pero no recordaba de qué se trataba.
    Llegó la hora de sentarnos a la mesa, el comedor era fresco y agradable, también lo era la casa, construida en la falda de una loma, con techo de guano y paredes de tablas de palmas, un bohío, pero bien construido además, con gusto, todo extremadamente limpio, al fin, trajeron sendos platos de latón esmaltado, llenos hasta los bordes de un líquido amarillo que echaba humo. Fui servido el primero, las muchachas me incitaban a que lo probara, lo hice, me llevé una cucharada a la boca, tuve que hacer un gran esfuerzo para no escupirla y decir una palabrota. El gusto era rechinante, me sabía a bijol, a fuerte especias, qué condimento más horrible. Disimulé muy bien y dije: “con mi mejor sonrisa, está bueno”, tomé una segunda cucharada y dije: “pero, muy bueno”; fue mi perdición, tuve que tomarme aquella cosa diabólica, lo hice como si fuera una medicina. Al terminar aquella pequeña pesadilla me preguntaron al unísono: “te gustó”, yo haciendo acopio de valor dije: “muy rica”, decir esto y como por encanto la madre me puso otro plato delante y me dijeron con voz cantarina, que te aproveche. Volví a pasar el suplicio por segunda vez, en esta ocasión sudé copiosamente a pesar del aire fresco que corría, ellas decían: “es el alimento que contiene”. Aquella cosa era una SOPA de comino, pero comino en cantidades astronómicas. Les juro a ustedes que desde entonces han pasados muchos años pero nunca más he vuelto a probar nada que contenga ni una pizca de ese condimento.

   Justo con el apagón, como si un torrente se despeñase del cielo infinito, cayó la noche, todo se tornó oscuro, el follaje de los robles de nuestra calle sombreaban aún más que la oscuridad en la verja del jardín. Ana María y yo callábamos, cada cual con su pensamiento contemplábamos la noche, pasaba la sombra de una mujer hablando sola, ¿loca?-- dije, con ese instinto de mujer que solo conoce otra mujer, esa unidad espiritual comunicable femenina --¡no!, dice Ana, solo se acompaña con su voz.

    Todavía en el aire se sentía el olor a pólvora. Era casi el mediodía. Se combatía en Palma Soriano, estábamos en San Luis que acababa de caer en nuestras manos. No sé quién lo propuso pero, de pronto, nos vimos rumbo hacia una de las casas del pueblo. Esta era amplia y acogedora, de corte colonial. En el amplio corredor unas muchachas, bonitas en extremo y muy hospitalarias, nos recibieron. El dueño de la casa andaba con nosotros. Nos invitaron a pasar, lo hicimos a la sala muy amplia. En un gran patio había una mesa larga, con un señor puerco asado, viandas y unas fuentes de congrí. Había cervezas, pero uno de los jefes que estaban allí: el capitán Manuel Piñeiro conocido como Barba Roja, Tomasevich, Augusto Martínez,  vaya, era mejor decir cuál de los Jefes del II Frente no nos acompañaba ese día,  le dijo al dueño de la casa que nosotros no podíamos tomar bebidas alcohólicas. Aceptó con extrañeza la explicación y de inmediato las muchachas y una negra vieja las recogieron. Comenzamos el magnífico almuerzo. Yo no comía caliente no sé desde cuándo y le entré a aquello con las ganas de mis 21 años. Cuando recién comenzábamos entre las risas cantarinas de las lindas muchachas y las palabras obsequiosas del señor, llegó una notita, que le entregaron a Piñeiro. Yo lo miré, dejó de comer, se paró y dijo: “¡Vámonos, que hay algo urgente!” Ante las protestas de las muchachas y el padre nos retiramos con prontitud y urgencia del lugar. Ya en la calle lo miramos confundidos, y le preguntamos qué había pasado. Con el sentido del humor de este hombre extraordinario y con una gran carcajada, entregó el papelito que decía: ESTÁN ALMORZANDO EN LA CASA DEL ALCALDE BATISTIANO DEL PUEBLO.

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